23. Desde tu marcha

787 79 144
                                    

—Marc, te necesito en esta gira.

—Alfred, ya te dije en EAAA que esa sería la última a la que te acompañaría.

—Ya, ya sé que eso es lo que me dices siempre.

—Y ya has dejado de tomarme en serio.

—No... Pero estoy seguro de que puedes hacer este esfuerzo. Gloria y Àlex tienen otros compromisos, y solo Pol va a acompañarme. ¿Qué va a ser de la banda sin ti? Además, ahora que acabo de empezar la discográfica, quién sabe cuándo volveré a sacar disco...

—No sé, Alfred. Yo ya no estoy para estas cosas...

—¿Y vas a dejar pasar esta oportunidad, que puede que de verdad sea la última?

—...

—¿Marc?

—Vale, Alfred. Lo haré. Pero mi condición es que de verdad va a ser la última. No, no te rías. Esta vez lo digo en serio... Niñato... No importan los años que pasen, nunca dejarás de ser un niñato.

__________________________________________________

(Alfred)

En su momento, la muerte de mi padre había sido dura. Pero nos la esperábamos. La angina de pecho tenía difícil solución y él había hecho las paces con lo que estaba pasando. Se le veía en los ojos. Así que eso también me había ayudado. Y, por otra parte, aún tenía a mi madre. La recuerdo cuidando de mi padre los últimos días, arropándolo cuando estaba en el sillón, cogiéndole la mano todo el tiempo, también mientras veían todos los vídeos que papá había grabado... Perdidos en los momentos de un pasado mejor o, al menos, más vivo, más completo. Porque mi padre ya no podía sostener la cámara.

Pero mamá me había necesitado entonces, y ahí había tratado de estar para ella. Aunque había tenido que volver a pasar por el psicólogo, porque el trabajo otra vez me empezaba a absorber demasiado.

Papá había sido muy importante para mí: mi modelo, la mejor guía que podría haber deseado, un ejemplo en tantos aspectos que no podría mencionarlos todos... Pero mi madre era mucho más. Con ella solo me hacía falta una mirada para entendernos. Sabía interpretarme mejor que nadie y siempre tenía en la boca lo que necesitaba oír, como si fuera lo más obvio del mundo. Quizás para ella lo era.

Por eso no pude soportar que se fuera de repente. Una noche estábamos cenando juntos y, al día siguiente..., ya no estaba. Y nunca volvería a estar. Así de simple, y así de doloroso. No pensé que existiera semejante dolor, como si te estuvieran desgarrando por dentro. Y era tan agudo que no podía sentir nada más. No podía vivir para nada más. Sobre todo, una vez que acabaron las despedidas.

Entonces ya no me quedaba nada que hacer. No me quedaba nada a lo que agarrarme, solo mi dolor lacerante. Ni siquiera era capaz de llorar.

No me quedan muchos recuerdos de esa etapa. Solo sé que me esperaba el estudio, y nada más. No sería capaz de decir qué ocurrió con los niños, y Amaia aparece como golpes y sollozos en la puerta, igual que el goteo de un grifo mal cerrado.

Las primeras semanas creo que no fui capaz de hacer nada. La mayoría de las veces me quedaba dormido en el sofá del estudio, a menudo escuchando música, pero otras muchas tan solo tratando de dar salida a mi dolor. Estaba completamente anulado. Solo me escapaba del estudio por las noches, como un ladrón, cuando ya todos estaban durmiendo. Comía algo, me duchaba abajo cuando me acordaba, me cambiaba de ropa.

Después, poco a poco, empezaron a salir las cosas, empecé a darles cauce, sobre todo en forma de música.

Recuerdo la primera vez que hablé con Amaia. Fue por la mañana, y los niños estaban en Pamplona. Ella me había mirado como si no me reconociera.

Una voz compartidaWhere stories live. Discover now