10. En un mundo hostil

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—Emma, ¿qué ha pasado? ¿Estás bien?

—Las letras no venían a mi cabeza.

—Bueno, no pasa nada. Pensamos que te había ocurrido algo malo.

—Mami..., no quiero volver a cantar delante de gente que no conozco.

—Ay, Emmita. No te preocupes, cariño. Ya verás como pronto se te pasa. Solo ha sido un susto.

—No, mamá. Lo digo en serio.

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(Emma)

Nunca me había gustado cantar en público. Mamá y papá se pensaban que el trauma me venía de aquella vez que en la obra de teatro de Infantil tenía que hacer un solo delante de todos los padres de mis compañeros, en medio de la canción que cantábamos todos juntos. A pesar de tener solo cuatro años, era muy consciente de que todo el mundo me iba a estar mirando, muy pendientes de mí.

Y, cuando me llegó el momento y vi todos aquellos flashes y tantas cámaras grabándome... Simplemente no pude abrir la boca. No es que me hubiera quedado en blanco o no me acordara de la letra. Es que no podía. Era superior a mí.

En realidad, ese momento solo había hecho afianzarme en mi miedo, pero este ya venía de antes. Es otra de las primeras imágenes que recuerdo, en la primera gira de papá. Y es algo tan irracional, que durante muchos años no pude explicármelo ni a mí misma.

En mis primeros años de vida, papá y yo habíamos acompañado a mamá en la gira de su disco. Los escenarios forman parte de mis recuerdos igual que la habitación de juegos. Recuerdo a mamá: siempre me había parecido que estaba jugando, y me entraban ganas de jugar con ella. Así que papá y yo cantábamos y bailábamos en el backstage, y me gustaba imaginar que jugábamos los tres juntos. A veces, salíamos a saludar al escenario junto a mamá. Pero yo solo la miraba a ella, y quería que siguiéramos jugando.

Luego nació Alejandro y papá empezó a preparar su disco y su gira. Como mamá estaba embarazada de Helga cuando la gira empezó, aunque yo quería ir a los conciertos con papá, acababa quedándome en casa con mamá, que ya estaba demasiado gorda como para ir. Pero cuando nació Helguita, un día que papá daba un concierto en un festival de verano cerca de casa, dejamos a la hermanita con los yayos y nos fuimos mamá, Alejandro y yo con papá. Quizás hubiera estado ya en el concierto de apertura de gira, pero de ese no me acordaba de absolutamente nada.

Recuerdo que llegamos a los camerinos, que estaban detrás del escenario, y el estruendo tan grande de gente que se oía no nos permitía casi ni entender lo que decíamos nosotros. Me temblaba el cuerpo con la música, y ya eso no me gustó. A Alejandro no parecía molestarle, ya que se quedó dormido en el carrito como siempre, y ni siquiera escuchó la primera canción de papá. Pero yo subí a la parte de atrás del escenario con mamá, y entonces vi a papá... Solo que ese no era mi papá. Era una estrella muy brillante, pero también un monstruo que se comía el escenario y se llevaba a todo el público con él por delante. Jaleaba a la gente, saltaba, brincaba, gritaba. Pero no a la manera dulce y casi infantil que había visto en mamá, sino de una forma tan intensa que me dio miedo.

Recuerdo que me puse a gritar y a llorar, pero el hecho de no oírme siquiera a causa del griterío de la gente hizo que me asustara aún más. Cuando mamá, que estaba vibrando con papá, se dio cuenta, trató de ponerse a mi altura y averiguar qué me pasaba. Pero era inútil, no nos oíamos. Me cogió en brazos e intentó tranquilizarme sin éxito. Yo traté de apretarme a ella para desterrar el desasosiego que sentía, pero las vibraciones del aire seguían metiéndose en cada fibra de mi ser.

Entonces papá hizo un descanso y se acercó a nosotras, lleno de adrenalina, sudando y eufórico. Pero a mí me dio miedo: ese no era mi papá. Al final del concierto, él quiso que mamá y yo saliéramos al escenario, pero eso no hizo sino empeorar las cosas. No quería mirar a toda aquella gente que me asustaba tanto, con los gritos y la expresión de estar poseídos.

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