5. Los mismos errores

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—Alfred, el resultado...

—Amaia, ¡vamos a tener otro bebé!

—Alfred...

—No, cuquita, escúchame. Escúchame.

—Alfred...

—"Se um dia alguém, perguntar por mim... diz que vivi para te amar..."

—Pero Alfred, tu trabajo, el mío, la presión de la discográfica...

—"... Eu sei, que não se ama sozinho. Talvez devagarinho, possas voltar a aprender..."

—Y Emma, que ya sabes que yo... ¿Y si me pasa igual?

—"... Sem fazer planos do que virá depois... O meu coração, pode amar pelos dois".

—Alfred...

—No, Amaia. Si hiciera falta, esta vez volveré a amar por los dos.

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(Amaia)

Supe que había metido la pata, pero bien hasta el fondo, desde que me subí a ese tren y empecé a alejarme de Alfred. ¿En qué momento, Amaia? ¿En qué momento?

Todo se había ido complicando desde el principio, y por supuesto que sabía que esto iba a pasar.

Cuando el tren hacia Pamplona se puso en marcha, cerré los ojos con fuerza e inspiré hondo. Al abrirlos de nuevo, observé a mis hijos, que venían conmigo. No podía dejar de sentir remordimientos por la precipitación del viaje y las pobres excusas que les habíamos dado, pero seguía considerando que había sido lo mejor. "No podrían haberse quedado con Alfred, de cualquier forma. Está demasiado ocupado", pensé con amargura.

Emma miraba por la ventana con ojos vidriosos. Siempre me había hecho gracia lo mucho que se parecía a mí físicamente, a pesar de que no podíamos ser más distintas de carácter, algo que quizás lo anunciaban las estrellitas de sus ojos, que tanto me recordaban a Alfred. Podría decir con toda seguridad que ella era a la que más le estaba costando. A fin de cuentas, su relación con su padre siempre había sido especial. Vuelvo a sentir una punzada de celos cuando recuerdo sus primeros meses de vida. No me fue fácil establecer el vínculo con ella, y verla tan unida a Alfred tampoco ayudaba. Durante mucho tiempo me culpabilicé, como si fuera peor madre por lo que sentía. Pero poco a poco aprendí a aceptarlo, sobre todo porque eso no cambiaba ni un ápice mi amor por ninguno de los dos. Y, de todas formas, en cuanto Emma eligió el piano todo cambió entre nosotras. Encontramos ese vínculo por el que yo tanto había llorado, y soy consciente de la influencia que su padre tuvo en eso.

Además, después había llegado Álex, mi niño precioso. Lo sentí en ese momento acurrucado contra mí en el tren, apretándome con fuerza, y se me suavizó un poco la amargura que sentía. Para mí siempre había sido mi Álex, porque llamarlo por su nombre completo me recordaba demasiado a otra persona muy importante para mí. Y, aunque no había sido una época mala, había sufrido mucho sin Alfred.

Me recorrió un escalofrío al recordarlo. Antes igual que ahora.

Casi añoré con tristeza los años en los que Alfred padeció la afasia, porque entonces me necesitaba. No estaba sola.

Miré a Helga, que se había recostado un poco sobre Emma, casi buscándola, y eso me sorprendió de nuevo, a pesar de que ya los había encontrado a los tres acurrucados en la misma cama. Eso no solían hacerlo mucho, sobre todo Helga, porque desde pequeña había sido un poco reacia a los mimos. ¿Es que acaso nos habrían oído pelear?

Tampoco se me había escapado que estaba enfadada conmigo y no me había mirado a la cara, y apenas hablado, desde el día anterior, cuando la recogí del conservatorio. Tendría que hablar con ella: no creía que estuviera así por el viaje.

Reparé un instante en sus rizos despeinados, tan similares a los de Alfred. Por supuesto, no se había dejado peinar y llevaba la ropa combinada de cualquier forma, lo cual no dejaba de contrastar con el equilibrio de Emma, hasta en la postura. Pero el hecho de verlas tan juntas me llenó de paz, porque, aunque fueran tan distintas y se pelearan a menudo, estaban ahí la una para la otra.

No iba a negar que mi hija pequeña me llena de inquietud a menudo: a Emma y Álex era demasiado fácil leerlos, como a un libro abierto. Sabías qué podías esperar de ellos y, a veces, casi hasta cómo iban a reaccionar. Pero con Helga siempre todo era una sorpresa tras otra, desde su misma concepción: lo mismo era la criatura más dulce del mundo, que se volvía una leona indomable; tenía salidas ingeniosas y se ponía a cantar, o renegaba de todo el mundo y no hacía más que quejarse. Su carácter aún estaba amoldándose, pero Alfred y yo coincidíamos a menudo en que no teníamos ninguna idea de en dónde acabaría. Era el contrapunto en nuestra familia, y eso me encantaba.

Me acomodé un poco más en el asiento con un suspiro, mientras mi mente seguía dando vueltas, frenética: necesitaba tiempo para pensar, pero sabía que mi señora madre me estaría esperando con una batería de preguntas por nuestro improvisado viaje nada más llegara.

"¿Y qué quieres que te diga, mamá?, ¿que después de veinte años aún no hemos aprendido?, ¿que hemos vuelto a discutir por lo mismo que lo hicimos cuando teníamos diecinueve y veintiuno?".

Los recuerdos de aquella noche se me vienen a la mente, y cierro los ojos tratando de no conjurar las lágrimas. Alfred estaba encerrado en el estudio de grabación y yo... me sentía sola. Acababa de llegar a Barcelona y no había sido el inicio que me esperaba. Cuando por fin lo vi, para mí ya era tarde. La discusión, sin embargo, no había sido tan fuerte como la de anoche. Ahora había crecido el amor, pero también las responsabilidades y preocupaciones.

Y la dimensión de nuestras decisiones.

"Ay, Amaia. No puedes olvidarte de esto. Estás cometiendo los mismos errores que con veinte años. Y ya no puedes permitírtelo", me recordé, tragando saliva para deshacer el nudo en mi garganta.

Decidí que en cuanto estuviera sola le mandaría un wasap a Mateo. No había pasado nada entre nosotros... Todavía. Pero tenía que hacer las cosas bien.

Las horas que había pasado grabando la colaboración con él nos habíamos divertido mucho. Mateo Carabel estaba por fin ganando el reconocimiento que se merecía en la música, después de muchos años en la sombra. Había oído de él gracias a mi hermano, y a Alfred le había parecido una buena idea.

Pero claro, a pesar de que había hecho muchas colaboraciones de este tipo desde siempre, no contaba con que Mateo fuera tan agradable y cercano, y que supiera escuchar tan bien. Ni tampoco en que coincidiera con una época en la que Alfred iba a estar tan ocupado, y yo tan abrumada con las cargas familiares.

Casi sin darme cuenta, había empezado a desahogarme con él acerca de los problemas con los niños, que apenas tenía tiempo de contarle a Alfred. Y luego, acerca de mis problemas con él y de lo poco que nos veíamos. Y de cómo se me había juntado todo con la preparación de mi siguiente disco y las presiones de la discográfica. ¿Dónde se había quedado mi libertad para decidir? Me estaba sintiendo asfixiada de nuevo, igual que cuando Alfred se fue a Los Ángeles.

Y sola, terriblemente sola.

Ese ha sido desde siempre mi mayor miedo. No sé estar sola.

Y, con su respuesta, Mateo me recordaba que no lo estaba. Se limitaba a escucharme en silencio y darme algún apretón en la mano. Decía tonterías para hacerme reír y que olvidara las preocupaciones. Y, a veces, hacía esas cosas sin sentido que tanto me gustaban, que provocaban que mi adrenalina se disparara.

Así que, poco a poco, mi corazón había empezado a latir más fuerte cuando lo veía. Habíamos empezado a vernos sin motivo profesional de por medio, solo para charlar y que pudiera desahogarme. Y ayer estaba con él cuando me llamaron del conservatorio para, básicamente, expulsar a Helga. Me había acompañado por el camino y, al despedirnos, había intentado animarme, como siempre.

Pero casi se nos había ido de las manos. Casi.

Y ahora, en ese tren, me daba cuenta de que no podía seguir por ese camino si no era el que quería. ¿Pero era el que quería? Quizás los días siguientes en Pamplona me ayudaran a aclararme.

¿Qué me estaba pasando, después de todo lo que había luchado por Alfred? ¿Por qué siempre volvíamos a caer en los mismos errores?

Una voz compartidaWhere stories live. Discover now