Capítulo 31.

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Me encontraba en el sofá, acabábamos de cenar y Yerai intentaba ponerse en pie a toda costa. Era todo un poema verlo ponerse en pie, sentía que no había mayor placer que el de ser madre. Ya estaba orgullosa de él y aun no había sido presidente ni mucho menos, pero la verdad que cada pequeño hallazgo que hacía, me hacía sentir orgullosa de él y de la educación que empezaba a inculcarle. Se ponía en pie y cuando lo lograba miraba a su padre, me miraba a mí, y sonreía de esa forma que me hacía sentirme el pilar de su vida.

Todo mi ser se derrumbó al escuchar el sonido de mi móvil. La gente hoy en día usaba el Whatsaap para todo, y si llamaban era para algo importante. Más aun me estremecí al ver el nombre de mi hermano grabado en la pantalla.

-¿Sí? - respondí un tanto sucumbida.

-Sara, ya. -dijo mi hermano. ¿Ya qué?, no entendía nada. Mejor dicho, entendía perfectamente lo que me estaba diciendo, lo que más me temía acababa de pasar.

-¿Ya? -respondí con voz débil.

-Sí, tu madre quería venir a verlo y justo se despidió, él dio su último suspiro. -anunció sin una pizca de pena. Yo no había sido criada por mis abuelos al igual que mis hermanastros, pero mis abuelos eran mi delirio. Sobre todo él.

-No puede ser... -me senté en el sofá de nuevo e intenté mantener mi compostura. -¿cuándo será el funeral? -cuestioné. Me daba igual no tener dinero, no podía faltar.

-Mañana a las cuatro de la tarde será la misa. La capilla ardiente estará abierta hasta esa hora.

-Vale... adiós. -me despedí sin mediar más palabras.

Lloré, lloré como hacía mucho que no lloraba. Me lamenté por ser la única nieta a la que le arrebataron el derecho a verlo desde pequeña. Me lamenté por no haber ido más a verlo, y por no reír más con él.

Tal fue mi sorpresa que no me percaté de que mis piernas temblaban como flanes y mis manos sudaban sin palpitación alguna. Esmeré mi vista hacia mi pareja, quien me abrazaba sabiendo qué pasaba. Me fijé en su hermosa cara, y agradecía que fueran sus brazos los que me enseñaran realmente qué era la protección.

Ya de noche le escribí una carta al ya mi difunto bisabuelo, al que llamábamos abuelo. Ese al que ya tendría que despedir y al que nunca olvidaría. Recordé su cara y pedí al cielo que parara el tiempo y que apagase el sol. Para verlo sólo a él en mi mente. Funcionó y friccioné mis sentidos en las palabras que iba escribiendo poco a poco. Levanté la mirada al cielo y me despedí en voz baja agarrando con una mano la carta doblada, y con la otra aferrándome al borde de la ventana. Encendí el mechero y prendí el papel, lo sopesé en el pollete y me quedé mirando mientras mis palabras se iban con el viento. Lo que me quedó por decirle ya estaba dicho, pero ahora aun más.

****

Desperté abarcada en lágrimas cristalinas que se empuñaban en mis mejillas. Grité y de repente me encontraba en mi habitación. Una pesadilla.

Miré la cara de mi hijo a través de los barrotes de la gran cuna de madera, era tan placentero verlo dormir. Era tan bonito... tan perfecto. Sonreí por acto reflejo y desvié mis ojos hacia mi otro lado.

Ahí estaba el príncipe de mi vida, mirándome cómo si de un cuadro se tratase. Tras un "buenos días, cariño", y un ligero beso en los labios, nos dispusimos a desayunar. Me había acostado tan tarde la noche anterior que ya eran las dos y media del día.

Más que comer picoteamos algo de aquí y un poco de allá. Me paré frente a mi armario y busqué ropa larga oscura. En mi vida hice luto alguno, pero quería ir de luto completo, era algo que "me pedía el cuerpo". Con suerte encontré unos pantalones largos ceñidos y una blusa de seda negra al igual que lo anterior. Me puse unos tacones negros y me tapé como una monja, era siete de junio, me daba igual. Iba a darle el luto que merecía.

Llegué apenada, dejé el pequeño con mi suegra y me sentí aliviada de no llevarlo, pero sentía que lo necesitaba a mi lado, nunca me había separado de él. Dí el pésame a cada miembro de mi familia. A todos menos a mi madre, quien no se encontraba allí, lo que agradecí. No estaba de ánimos para mandarla a la mierda.

Mi bisabuela se expresaba a su manera, como cada uno. Unos lloraban, otros reían y ella simplemente era cómo si se hubiese quedado en una especie de shock en el que no creía que se había quedado viuda. Hablaba de él en presente y ella tan alegre recordando unas y otras anécdotas para recordarnos a todos sus dotes de memoria. Era un sol pero me impactó lo que ví o, mejor dicho lo que no ví: ni una sóla lágrima por su parte.

****

Estuvimos toda la noche de luto, sentados ante la tumba de nuestro ser querido. Mirándonos unos a otros, algunos perdían la cordura en algún momento, y otros se quedaban en shock mirando un punto perdido del suelo.

Todos se fueron menos mi hermana y mi bisabuela y yo tenía que volver a por el pequeño. Me despedí y nada más llegar caí rendida, pensando en todo lo que me perdí. En aquella habitación tan minúscula con la tumba de nuestro difunto delante nuestra tras un grueso cristal, la gente parecía que se alegraba de que faltara. Me impresionó mucho ver que ya hablaban de "herencia" y que mi tío se quejaba por que los pocos días de luto que le darían en el trabajo -a los que él denominaba vacaciones- los tendría que pasar arreglando los papeles del encineramiento y de la herencia.

Me costó coger el sueño, pero finalmente lo logré, y me dejé poseer por los brazos de Morfeo.

****

Desperté aturdida, desde que mi bisabuelo murió pasaba los días ausente, mirando al vacío y hablando lo más mínimo. Apenas era capaz de articular una frase completa, me sentía vacía.

Escuché el sonido de mi móvil. Ésta vez un Whatsaap dónde mi hermano pedía que lo llamara. Me pareció igual de importante y lo llamé.

-¿Qué pasa? -cuestioné con voz ronca mientras me incorporaba en la cama.

-Voy a hundir a tu madre. -respondió furioso. -Y sólo tú puedes ayudarme. -prosiguió firmemente.

Valió la penaWhere stories live. Discover now