Capítulo 30.

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Pasaron siete meses desde mi parto, todo había sido una experiencia única. Antes teníamos una vida lujosa y cómoda, no éramos ricos pero tampoco nos privábamos de caprichos, aunque nos faltaba algo único con lo que realzar nuestra felicidad: un hijo. Ahora era al revés, el trabajo cayó en picado y casi no teníamos para comer; pero lo teníamos a él.

Recordaba cada cuánto a Maya, una compañera del centro proveniente de Venezuela. Recordaba las horas que pasábamos hablando de las tradiciones de su país y de lo atrasada que era la vida allí: las guerras entre bandas, el trabajo que más destacaba era el agrícola, saboteados por la esclavitud, cómo las madres tenían que ir a otras regiones para poder comprar unos simples pañales o fórmulas para sus hijos, de cómo la mujer seguía siendo el símbolo de sumisión en el matrimonio, de cuánta gente era asesinada sin motivos ni justicias y de cómo las niñas eran violadas y maltratadas sin piedad.

Pensé que nunca sería capaz de vivir asi, a no ser que no tuviera otra opción. Siempre que pasaba malos momentos recordaba lo que ella había tenido que pasar allí, y me consolaba con ello.

Hoy era uno de esos días. Acababa de enterarme que el mayor pilar de la familia había enfermado, mi bisabuelo estaba ingresado y me llamaban para ver si me podía quedar con él para cuidarlo durante un día. Me molestó, no por que fuera una molestia cuidarlo, sino por que me enteré de que estaba ingresado al segundo día por que querían que fuera, sino tal vez no me hubiese enterado.

Él siempre fue un buen marido, un buen padre, un buen abuelo y un buen bisabuelo, todo un ejemplo a seguir. Aunque por cuestiones que la vida me hacía acarrear, no había podido pasar una infancia con él. Tan sólo a mi mayoría de edad y al separarme de mi madre, tuve la oportunidad de verlo cada semana, de compartir momentos con él. Cuándo mi abuela me dio la noticia mis lágrimas escaparon sin permiso de mis neuronas, me estremecí en el sitio y me hice una bola en el suelo arrastrando mi espalda contra la puerta de la habitación.

Menos mal que los tenía a ellos.

Salvi y Yerai.

Sin ellos mi vida en ese momento habría perdido todo el sentido...

Me busqué la manera de ir y Salvi me dejó en la puerta del hospital. Tenía que ir a ver un cliente y dejé el pequeño con mi cuñada. Alcé mi vista hacia el establecimiento que tan sólo había visitado para verlo a él, cada que se ponía enfermo.

Cuán de pequeña me sentía ante aquel edificio.

Aunque había esperanzas, nunca dijeron que corriera peligro de morir, pero una punzada en mi corazón me decía que no era así.

Me dirigí a la habitación dónde se encontraba, estaba tan delgado, se veía tan débil, ignorante. Estaba con mi hermana mayor, todo un áspice por su parte. Saludé a mi hermana y me despedí de ella casi de seguido, manteniendo la compostura y mostrando la única faceta que mi familia fue capaz de ver: seria, al grano, sin esmerarme en la relación.

Estaba cansada de que todos los retos de mi vida fueran para demostrarles a ellos que no era como mi madre: mi excepcional comportamiento, mi colaboración y mi acatación de cada regla, dejar de lado junteras que suponían "nocivas", no probar ninguna droga, vestir adecuadamente, tener relaciones estrictamente formales e incluso graduarme. Todo ¿para qué?, aunque ahora me dirigían la palabra y con respeto notaba en sus miradas que seguían pensando que sería como mi progenitora, o peor que ella. Llegó un punto en el que me cansé de hacer las cosas por ellos para que no las apreciaran, yo siempre era menos, siempre era excluida, por ser hija de quien soy. ¿Imaginan?.

Tal vez se juntaron varias cosas: que mis esfuerzos eran en vano, que intentara entablar relación con cada uno de los miembros y ellos no dieran un siguiente paso, o que tenía tres versiones de mi vida; la de mi madre, la de mi padre, y la de mi familia.

Acabé por llegar a la conclusión de que si tenía que creer en alguien era en mí misma, y que si quería aunque sea mantener el saludo con el resto del mundo y mantener viva mi lucidez, debía de ignorar las demás opiniones y versiones.

-Abuelo, ¿cómo estás querido? -le cuestioné tiernamente nada más quedar a solas. Era mi bisabuelo, pero todo el mundo lo llamaba abuelo.

-M-me d-u-ele t-todo el cuer-po - tartamudeó. Mis lágrimas amenazaban con salir pero me contuve, si me veía llorar se preocuparía.

Estaba tan débil, tan pobre. El tumor se lo estaba comiendo y tenía una infección en la vejiga a causa del sondeo diario. Me sentía tan impotente. Llevaba dos días allí y nadie se había molestado en peinarlo o afeitarlo. Llamé a mi tía Dennisia y me dijo dónde estaba el bolso de aseo, e hizo hinapié en que eso debió de hacerlo mi hermano la pasada noche.

Imbécil.

Lo tenían hecho un desastre, aun con el babero de la comida y la dentadura allí tirada sin lavar siquiera. La pequeña mesa que acompañaba a la camilla estaba abarrotada de basura y me puse como loca a recoger, limpiar y a asearlo.

Aprobeché el momento y reí con él.

Y pensar que hace una semana caminaba, comía, se sentaba y se levantaba solo. Cómo cambia la vida de una persona en tan poco.

Mi abuelo hablaba como podía con su compañero de habitación, también con cáncer más avanzado y acompañado de su mujer.

-Y si tantos nietos tiene usted... ¿cuál es su favorito? -cuestionó la mujer a mi viejo.

Él sin darle tiempo a abrir la boca, me señaló una y otra vez eufóricamente con expresión tierna. Y entonces el tiempo se me paró, una lágrima se me saltó y supe que nunca olvidaría ese momento.

Le pregunté noventa veces a la enfermera que cuánto tiempo tenía que estar y que me valorara la gravedad: "Nada grave, en una semana nada más acabar el tratamiento se podrá ir...", decía tan campante ella. No sabía el por qué pero me daba la sensación que había algo raro. Tenía un mal sabor de boca que no me dejaba respirar. Había gato encerrado.

A última hora de la noche le di de comer y llegó mi tía Dennisia a hacerme relebo. Hablé un tanto con ella, ya que el hospital tenía los medicamentos de mi querido viejo equivocados. "Menos mal que me di cuenta...", pensé. Llevaban dos días dándole mal las pastillas.

Acabé mi rato y, mi querida tía al estar medianamente al tanto de mi situación, me tendió un billete que rechacé, pero acabó metido en mi bolso. Ella era una de las pocas que sabía lo real de mí, no lo que pensaban. Me despedí de mi viejo con un casto beso y un te quiero, yo se lo decía a menudo, pero él era reservado, y nunca se lo escuché decir.

-Hija... -sopesó débil. Me volví y le respondí para que prosiguiera. -Te quiero.

Y se me paró el corazón.

-Yo también te quiero, viejito. -dije dejando mis lágrimas caer mientras me dirigía hacia la salida para que no me viera.

"Eres lo más grande de mi corazón, y por muchas veces que te lo diga nunca voy a saber expresártelo del todo...", pensé.

Valió la penaWhere stories live. Discover now