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En los veinticuatro años de existencia de Francisco, ya había tenido tres momentos que habían cambiado su vida por completo.
El primero fue el día en que su novia de la secundaria le dijo que estaba embarazada, cuando ambos sólo tenían diecisiete años. Él recordaba vívidamente el hielo inundar sus venas cuando esas palabras salieron de sus labios junto con el miedo a las represalias que se avecindaban de parte de sus padres.
El segundo había sido el día en que nació su hija y la tuvo en brazos por primera vez. Recuerda el puro y abrumador amor que había sentido al ver a su pequeña bebé mientras esta se retorcía ligeramente con su rostro arrugado y cómo se había jurado a sí mismo hacer cualquier cosa por ella.
El tercero fue cuando tenía dieciocho años, más concretamente el día en que su novia le había informado que dejaría a ambos, argumentando el no querer que su vida se detuviera por el hecho de tener un bebé. Él se había sentido paralizado por la conmoción, antes de que la confusión y la ira lo invadieran como una niebla que se arrastraba por todo su cuerpo.
Fue cuando estaba acunando a Maia, una noche a las dos de la mañana, cuando Francisco se dio cuenta de que tendría que renunciar a su sueño de ser actor. Había estado solicitando ingreso a las universidades locales y a varios cursos para cuando se graduara de la secundaria, con la intención de quedarse en casa para ayudar con la bebé. Su shock había sido tan grande que ni siquiera le había contado a sus padres que la chica lo había dejado. Esa misma noche, colapsó en un ataque de pánico ante la repentina enormidad de lo que le esperaba para su futuro: un camino lleno de problemas y dolor, cubierto de una niebla tóxica de lo desconocido que no podía ver. En realidad, fue gracias a la presencia tranquila y racional de sus padres que él había logrado recobrar el sentido, haciendo que finalmente se derrumbara por completo en los brazos de su madre. Francisco siempre se había mostrado sorprendentemente optimista y alegre con respecto a todo el asunto del embarazo. Maia era la luz de su vida, pero no se había dado cuenta de que había construido una fachada, una que bastaba el más mínimo movimiento de la tierra para derrumbarla.
Una conversación con ambos mayores lo llevó a solicitar trabajos a tiempo parcial, en lugar de tiempo completo como todos sus compañeros de secundaria. Si bien sus padres estaban dispuestos a ayudarlo hasta cierto punto, no estaban dispuestos a permitir que Francisco abandonara la universidad, pero tampoco tenían el tiempo ni el dinero para mantener tanto a su hijo como a su nieta. Fue así cuando tuvo que aceptar un trabajo en un supermercado local. Él organizaba los estantes durante su tiempo libre para poder ganar suficiente dinero para cubrir sus gastos universitarios y las necesidades de su hija. Asistía a sus clases con diligencia, organizaba su trabajo en torno a ellas y tomaba clases en línea cuando le era posible. Él mayor había esperado que toda su vida social desapareciera cuando todo comenzó y, sin embargo, sus amigos le habían demostrado que, otra vez, estaba equivocado.
