68. Devuelta a la miseria

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Se habían tomado el tiempo Charlotte y Viviane de disfrutar la placidez que Provins siempre brindaba. 

Sentada, a Charlotte se le iban los ojos de alegría hacia su hija. 

Charlotte formuló un mimo sobre sus labios, tocando las pequeñas manos, sonrosadas, y luego sus pequeños pies, cálidos y ajustados hacia la palma que adquiría a la perfección aquel agarre. El encanto la hizo contemplar como si se tratase de aquella oración con la que con tanto fervor buscaba decir, y creer. 

Después del parto, Charlotte se mantuvo aquel glorioso día con el suave toque de su pequeña, desnuda sobre su pecho, y avisándole a cada gemelo a quien tenían frente a ellos.

 En tal íntimo recuadro, reparó en la hermosura de mantenerse alrededor de las motivaciones que hacían de su vida algo que por mucho no había sentido. La comadrona se marchó y detrás le siguieron las monjas que habían rezado entre susurros de sorpresa, de regocijo y de un temor olvidado por la salud de la madre. O como otras que profirieron en decir que era un milagro, y aquella pequeña niña que presentó la grandeza del cielo en tiempo de cólera.

 La superiora bendijo a la criatura y siguiendo el deseo de la comadrona en no hacerle a la madre hablar tanto, dejó resguarda a la recién mujer en el lecho donde se encontraba desde el día anterior. 

Su hija había nacido con el cabello al igual que el suyo, rescatando sus dorados colores y el toque detallado del castaño. 

Manos pequeñas, aún rojas, y un diminuto cuerpo que con sus dos manos tanto podría alzarla y embelesarse. Y qué podía decir de su mirada, de su nariz y de todo su rostro. A fondo contempló, porque no dejaba de ver sino los ojos ya abiertos de la criatura, los mismos que la hacían soñar a pesar de la penuria, la nariz respingada  y las facciones que quizás se acoplaron tan sólo en ella.

 Charlotte pensaba para sí misma que su hija había salvado sólo su cabello: porque lo demás con lo que había venido aquella pequeña sólo pertenecía al hombre que tenía por padre. 

No hay peor ciego que el no quiere ver. Aunque lo ocultara nunca podría.

Antoine estaba al lado de su madre, con su cabeza en su brazo, distraído con los juguetes que se había llevado de su Festival, y preguntaba cada cosa común que sólo era tema de Antoine. Las manos de Alexandre no dejaban la mano de su madre que lo tenía cobijado sobre su brazo, al contrario de su hermano permanecía en silencio y con una actitud curiosa echaba mirada a la pequeña que reposaba al lado suyo, en manos de quién quería él que lo acobijaran, tenía plenamente sus ojos grandes directos hacia esa niña, desconocida para él sin duda, pero no ignorando que se volvía con dotes de sospecha frecuente en los brazos de su madre. 

Viviane apareció sobre el umbral de la puerta, con platos de comida que supo que eran de avena y de un té de almendras, los colocó frente a ella, y le echaba una sonrisa.

⎯Esa pequeña sí que es tranquila ⎯expresó⎯. Al contrario de su madre.

⎯Tal cual lo dices ⎯respondió Charlotte, acariciando la mejilla de la pequeña y hermosa bebé⎯. Sólo me observa, con esos ojos tan profundos, y calla mientras yo le canto.

⎯Es hora de que yo la tome porque ya debes comer algo. Apenas te has movido de este almidón ⎯y Viviane tomó a la pequeña bebé sobre sus brazos. 

Charlotte se acomodó en la cama, se subió la tela sobre sus dolorosos pechos, se arregló el chal y trajo a sus pequeños niños a su lado.

Antoine abrazó su cintura y Alexandre se levantó sobre la cama para abrazar su cuello.

⎯Ya les he hablado sobre ella ⎯le comentó Charlotte a Viviane en el pasar de las grandes sonrisas que dejaba al acariciar el cabello de Antoine⎯. Paso a paso y poco a poco conocerán que es su hermana. Están un poco retraídos al verla ⎯y echó a reír con suavidad.

Por Estas Calles De París © COMPLETA [BORRADOR SIN EDITAR]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora