64. Porte de reina

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La mayoría de los grandes acontecimientos en aquel comienzo de la primer parte de la primavera se fijaban en una sola mente. Maquinaba sobre aquellos pensamientos que sólo eran hablados para si misma.

Cristina María se quitó el velo al mirar afuera de su carroza. Conocía la desgracia, portadora de la clemencia nostálgica sólo envuelta por quienes podía notar al tiempo que el coche terminó por transitar y perderse en la esquina de la calle de la Juviere.

Su mirada avellana se alejó del ventanal. La pérdida de su tristeza se formó en sus ojos. Pronto le generaba estrago de impaciencia al notar que volvía a sentirse afligida al ver los cabellos alborotados de Charlotte.

En aquel momento podía estar desconsolada y no habría ningún motivo en la tierra que denegaran de su gran dolor, apenada más desde su alma.

No podía acercarse a la catedral de Nuestra Señora.

Puesto que desde hace varios días había llegado el rey a París. Mismo motivo que le hizo mantener las cosas con calmas puesto que no dudaba, entonces, que él estuviera mandando órdenes para seguirlas.

Y no tanto por ser descubierta, sino que las vidas de sus amigos estarían expuestas a los ojos del rey. Y no merecían ninguna otra contravención.

Se giró Cristina María hacia Amanta.

⎯Tendrás que llevarle de mi parte una carta a mi amiga ⎯se tocó los ojos⎯. Y pídele que me responda en cuanto antes. De tu propia boca debe salir que haré lo que me pida, puesto que quiero saber cuáles son sus miserias. Amanta no tienes porque tardar más.

⎯Como ordene, Su Alteza ⎯y Amanta ocultó entre sus pliegues del vestido del recado que le fue cedido.

Cristina María la miró marcharse y en un instante le pidió al cochero no avanzar.

Se bajó del coche, salió a las oscuras calles, que vendría siendo la de Saint Martin. Su gran y despampanado vestido relució una vez sus tacones tocaron el recinto de la calle, pese a estar en las mismas condiciones de siempre.

El cochero se bajó de inmediato, quitando su sombrero e inclinándose.

⎯¡Su Alteza! ¡Pero si no ha traído ningún guardia consigo!

⎯Pero lo tengo a usted ⎯dijo Cristina María. Estaba atenta al alrededor; era inusual notar las calles de París con la pulcra sensación del atardecer.

⎯¿Y qué hará? Oh, Alteza. Esto es muy peligroso. Hay...mucha gente que no es adecuada regada por toda París.

La princesa se dio un giro para mirarlo de reojo.

⎯Eso no es lo que le estoy preguntando ⎯refutó. El cochero cerró de golpe sus labios. Se dio un giro otra vez y se percató de la floristería a la par de la esquina que bajaba por la calle Aubri Boucher. Se encaminó hacia la misma.

⎯¡Alteza!

Se le habían ido los ojos a todos los transeúntes al percatarse de la magnificencia de la máxima nobleza de toda París.

La gran princesa rebelde y apodada la madame Royale por años, es decir, la princesa soltera más codiciada de toda Europa.

La belleza de la hija del rey resplandeció la calle cuando daba los pasos continuos.

La porcelana piel de la que era merecedora, en sus ropajes finos y distinguidos por ser la única mujer superior en la corte real, incluso más se hablaba de ella que del propio Delfín, que estuviese por el barro riguroso de sus adoquines, entretenida por los florales que inundaron su mirada de pronto.

Por Estas Calles De París © COMPLETA [BORRADOR SIN EDITAR]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora