42. Prohibido amar a un gadjo

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Alguna vez en París estuvo una la linda joven siguiendo la pluma del ala de una golondrina que había caído, pues, creyó que el penacho la llevaría directo a donde quería ir, a donde deseaba encontrar no sólo un motivo por la cual sonreír, hasta que la hora de llegar con él se diera y se presintiera. 

Llegar a París no fue fácil, porque tuvo que volver a mentir, fingiendo acompañar a las mujeres que se colocarían en el mercado para vender sus aretes de plata y las maderas recolectadas. 

Su hermano, con intención de creerle la falsedad de sus palabras, la había dejado ir, bajo la supervisión de Ana, con la condición de que, al volver, le dijera si había tenido algún contacto con algún buen mozo o tenía mirada cómplice que  no se las daba de mirar la credulidad intrínseca en las mejillas ruborizada porque creía y no dudaba de que la misma estaba teniendo algo sobre las manos: fuego, ardor. 

Con aquellos rizos que asimilaban las colinas en las praderas, arbustos fuera de la ciudad, donde no existía la impureza y el rezo era fiel, íntimo, cándido. 

Al verla salir esa mañana, contenta, dispuesta a irse con Ana el hombre joven la observó con los ojos fijos hacia su rostro. Su boquita se torcía de alegría y llevaba unas rosas pequeñas del laurel sobre su maraña de cabellos ondulados, largos hasta su espalda. Resplandeciente su falda cubriendo la tobillos, una camisa de las que siempre ella se colocaba para unas de las buenas zaragatas del Festival y una la pañoleta en su cintura.

 Al mirar a su hermano, sonrió. Despidiéndose con agitaciones emocionadas. Alzó el hombre su mano. También diciéndole adiós, haciéndole creer que su marcha no tramaba algo que había deducido él una vez cuando la encontraba leyendo algunos papeles. Y le preguntó, rabioso:

⎯¿Qué lees tú ahí? ¿Cómo es qué sabes leer? 

⎯¡Yo no leo nada! ⎯expresó atolondrad⎯. La bonita Charlotte me ha enseñado a leer, y por eso es que yo leo. 

Repleta de risas nerviosas estropeaba el papel, rompiéndolo, y con un sinfín de mohines ansiosos acurrucados. Se acercó a él, le besó, y salió.

No había sentido más extrañeza de la que fue expresada. Consentía a los instantes de olerla un perfume, ruin, indecoroso, sediento… 

Los minutos que partieron iban cada vez más lentos. Porque al dejarla partir, entregada a la felicidad y a sus bonitas prendas, agraviadas y vividas, se propuso a bajar la palma de la mano, y borrándosele la sonrisa definitiva, tiraba el pañuelo a la mesa, colérico, yéndose del lugar. 

⎯¡Eh! ¡Jeanville! Hombre, ¿A dónde vas? 

Pero él nunca respondió. 

El mercado concurría entre el rebullicio intencional y las ojeadas recelosas hacia las mujeres en sus puestos. Estaban preparadas para cualquier redada contra ellas y cualquier saqueo contra sus puestos.

Se escucharon las voces alegres de las mujeres y Ana también hablaba alegre, sin mirarla. Acto que prefirió aprovechar sin temer ser descubierta. 

⎯Debes quedarte aquí hasta que nos vayamos ⎯le había dicho Anita⎯. No debes irte a otro lado. 

Y con eso la dejaba mascullando en el asiento detrás, arreglando su pañoleta, su cabello, y oyendo el sonido de sus pulseras y sus aretes de plata. Ni siquiera había podido ver la hora, si pudiera acercarse al reloj de la samaritana, que estaba considerablemente lejos suyo, estaría un poco sosegada. 

No esperó más para levantarse. Subió la mirada en cuanto Ana se la puso encima, consiguió valerle una sonrisa. 

⎯¡Ana! ⎯exclamó⎯. Dime, ¿Cuántos te faltan?

Por Estas Calles De París © COMPLETA [BORRADOR SIN EDITAR]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora