El mafioso sonrió muy suave, abrazándolo contra él. Lo alzó apenas, presionándolo entre los pulmones para chocar sus pechos. Su voz estremeció la piel de su oído.

—Solo quería disculparme por lo que te hice.

—Eres uno de los peores hombres que he conocido... ¿Cómo piensas que voy a perdonar algo así? Monstruo...

Bianco asintió, acariciándole la cintura en excesiva tranquilidad. Su rostro parecía en verdad arrepentido. Pero, ¿cómo borrar uno de los crímenes más horrorosos de la vida? Su impacto no solo había destruido la confianza en la gente, sino también cualquier tipo de tranquilidad al quedarse en sitios cerrados junto a desconocidos.

Era una herida supurante, expuesta al olfato de otros monstruos parecidos. Sung no necesitaba una visión superior para darse cuenta de ello. Solo tenía que observar los rostros de Dalmacio, de Michel, de esos clientes solo interesados en el sabor de su desgraciada y el calor de su compañía. El vidente dudaba mucho que alguno hubiera dado parte a la policía de su presencia, allí en esos edificios.

—No voy a negar mi propia monstruosidad.

—Entonces no te disculpes. Imposible es arrancar las pesadillas, mi dolor... Ni siquiera puedo salir a la calle, aunque me dejaras de nuevo. Solo pienso en eso cuando no tengo visiones. Leer, comer, dormir. Todo lo hago de forma automática desde que... Ocurrió. —Apretó los dedos, cerrándolos finalmente en un puño. En sus sueños peores escuchaba su propia voz y miraba a Bianco a los ojos al insultarlo, humillarlo. La realidad era por completo diferente. Sus palabras temblaban en cada sílaba—. Solo te dejo dormir conmigo porque Michel es peor que tú y aún tengo ganas de vivir, por muchos, muchos años.

—Yo...

—No voy a perdonarte. No fue un momento de debilidad donde te comiste mi pastel. ¡Incluso un robo sería permisible en las circunstancias correctas! —Aspiró y suspiró, un sonido igual a silbido escapándosele de entre los dientes. Las costillas se le clavaban en el desespero de sus músculos por huir, detenidos por una mente racional que sabía no existía un sitio real para escapar—. Me violaste, Bianco. Eso no lo va a cambiar ni tu muerte ni el paso del tiempo.

El mafioso intentó cerrar de nuevo el espacio entre ambos, pero el vidente lo empujó, apartándose solo porque Bianco soltó su forma y se alejó los suficientes pasos para no lucir intimidante.

Bianco levantó las manos, encogiéndose de hombros.

—Tú ganas...

El vidente colocó una mueca irritada. El tono de la conversación dio un vuelco en una parte, así que Sung no iba a permitir que siguieran pasándole por encima. Lo señaló, presionándole en el centro de su pecho.

—Basta, aquí las víctimas no son tú o Michel. Soy yo y otras personas a las que seguro también hiciste lo mismo, o peor. —Sin prestar atención al impacto de sus palabras o si tenían un choque en primer lugar, se giró sobre sí y le dio la espalda. El cereal del desayuno estaba olvidado en la mesa de café, los copos una masa de colores en medio de leche .

Si Bianco quiso defender su caso, se lo guardó muy bien entre los pliegos de su traje y en los límites de lo que podría considerarse un corazón. Dejó que el silencio se asentara entre ambos al tiempo, la historia de sus destinos suficiente respuesta a la discusión.

Los pasos de Bianco al fin se reanudaron en dirección a la puerta. La tensión podía cortarse con un cuchillo, mas del lado del mafioso que de Sung. El tintineo del seguro, las llaves y el chasquido de los zapatos de vestir alejándose fue la despedida entre ambos. Sung creyó escuchar la campanilla del ascensor al llegar al piso, los músculos de su espalda tensándose en los segundos que Bianco debió tomar en subirse al aparato.

En unas horas, Bianco volvería y el ciclo de conversaciones, tensión y pánico empezaría de nuevo. El vidente tomó el bol del desayuno, arrojándolo a través del cuarto. El impacto contra la puerta lo despertó de ese sueño, los trozos verdosos de la cerámica entre las gotas de leche y la masa de cereal.

Sung se cubrió el rostro con ambas manos. No quería pensar en la verdad ni en la confianza nueva que el hombre tenía en él. Era un desgraciado, la causa directa de su sufrimiento, pero no por ello se encontraba satisfecho por la muerte en su alma. ¿Iba a mancharse la ropa de sangre? ¿Dispararía las armas? No, claro que no. Pero no podía negar la presencia del sobre con las futuras muertes.

Por el rabillo del ojo, la maleta de gran tamaño ocupaba el espacio principal.

Se levantó de pronto, una idea llenándolo el cerebro. Si las visiones estaban atrapadas en esos papeles, ¿podría cambiarlos por otro si eran destruidos? La razón de sus habilidades era una duda siempre presente, solo en esos años deteniéndose a buscar los límites y explorar la flexibilidad de sus atributos.

Sung se lanzó al equipaje. Igual que un famélico frente a un trozo de pan, la desesperación de sus manos casi rompió el cierre. Arrojó ropas y zapatos por los aires, cofres de accesorios y diminutos de sobres perfumados se desperdigaron por la alfombra. En el fondo de la maleta, entre el forro y el armazón, el vidente encontró su premio.

Envuelto en una bolsa de plástico, el sobre rosa parecía más el trabajo de una maestra de kínder que los destinos de cientos de personas. Sung se levantó, dirigiéndose a la cocina por una tijera. Destrozó la protección, abrió el sobre y dejó caer el contenido en la encimera. Luego, tomó un par de palillos, prendió el fogón de mayor intensidad y arrojó el primero de los papeles a las llamas.

El golpe de la imagen fue tan fuerte que necesitó sujetar el respaldo de uno de los taburetes altos junto a la encimera. En lugar de la escena del infarto fulminante de ese cliente anónimo, el chirrido de una explosión voló por los aires el cuerpo que tantas veces había estado sobre él. La melodía de carne y de huesos al ser reventados, así como el olor a fritanga, agitó su estómago.

Sung soltó una arcada sin soltar los palillos, el vómito resbalándole por el pecho. Caía entre goteos al piso mientras intentaba limpiarse la boca con el dorso del brazo.

Tomó una gran aspiración pese al aroma tan conocido, estremeciéndose de arriba a abajo. La laringe le ardía, su estómago vacío y aún adolorido por las convulsiones tan violentas. En el fogón, el papel se achicharraba. En lugar del ruido a cartón ardiendo, el vidente identificó los gritos de voz familiar alzándose en un alarido agudo hasta que se desvaneció en las cenizas.

Jano se encontraba en el departamento, guiando las decisiones de Sung al girar la mirada al montoncillo. El susurro de esos destinos crecía de volumen por segundos, luego bajaban al finalizar y otra vez subían. Círculos y círculos. Ni siquiera en ese sitio podía escapar de la visión del mundo de Michel.

La memoria del mafioso trajo consigo la furia producto de su escape. No solo abusó de su confianza y de su cuerpo, sino que rompió las propias reglas de convivencia. ¿Bianco era su hermano? Pues, fantástico. Los dos podían perder lo único que le quedaba al otro.

¿Acaso ese no era el poder que con tanto ahínco deseaba? La fuerza que guió sus siguientes acciones no venía de sí.

—Bien, cabrón. Todos pueden arder...

El vidente tomó un puñado de visiones al tiempo que encendía el resto de las hornillas. Igual que una marioneta sin voluntad, ignoró el calor del fuego contra su piel al elevar el brazo sobre la cocina. Las lenguas naranjas y azules bailaban a unos centímetros del vendaje lleno de sangre cuando Sung abrió la palma.

Las rodillas le cedieron en la explosión de imágenes, de alaridos y la fragancia de aceite en mal estado. Trató de impedir su caída, pero no acertó sino a aferrarse al aire. Al caer en el piso como peso muerto, tosió un chorro de sangre contra la puerta del horno entre convulsiones. Su cabeza golpeaba el pie de madera de un taburete en un ritmo de tambor.

La última imagen que tuvo antes de que su consciencia se desvaneciera fue la de su brazo estirado, la palma y los dedos llenos de ampollas.



La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now