Sung se puso de cuclillas, cubriéndose la boca para no gritar de la emoción. Echó las llaves en su bolsillo y deslizó el compartimiento, sus ojos abiertos en expectativa. En medio de la oscura superficie, un cuaderno negro esperaba a ser abierto. El vidente lo tomó, pasando las páginas con rapidez. La decepción también cayó sobre él, así como el hastío de una misión de poca recompensa.

Entre esas palabras no existía más que una serie de direcciones. Números de calles y códigos postales, nombres de sitios. Izquierdas y derechas. Delgado, no pesaba casi nada. Las líneas estaban aprovechadas, la letra de Michel elegante, pero tan apretada que Sung necesitó moverse a la cocina para descifrar los jeroglíficos de las frases.

Se sentó en el sofá tan nuevo que gemía a cada movimiento de su cuerpo. Examinó un par de páginas, regresó otras y llegó al final. Por su examen, Sung pronto entendió la lógica del cuaderno. Con su confusión se fue también el sueño de su aburrimiento. Entre sus manos, el cuaderno pareció arder y la sensación de peligro se volvió real amenaza en caso de ser descubierto.

El cuaderno podía dividirse en tres secciones: lista de cheques, listado de transferencias y listado de direcciones. A su vez, cada línea estaba escrita en cinco colores de tintas. Cada color representaba una sección. Por ejemplo, existía una panadería de verde en la calle 3 que enviaba cheques y recibía tres o cuatro transferencias a la semana. Abajo de este ítem, un casino azul en la calle 45. Luego amarillo, negro, rojo. Después, se volvía al verde en el sexto ítem.

En ese cuaderno, Michel llevaba el control de cada céntimo de sus objetivos y de sus amenazas. Sung frunció el ceño, preguntándose si Bianco llevaría otro igual o, como era de descuidado, solo los llevaba en su teléfono. O peor, en algún sitio electrónico fácil de rastrear en caso de ser atrapado.

El vidente se cruzó de piernas y apoyó el cuaderno sobre ellas. Se inclinó, aguantando la respiración a medida que deslizaba un dedo línea por línea, página por página. El crepitar de las hojas contrarrestaba con el silencio del departamento y su propios suspiros casi silenciosos. Los minutos se paralizaron a medida que se movía por los secretos de negocios.

Luego, el mundo volvió a su curso cuando sus uñas se detuvieron en los límites inferiores de la página. El cuaderno temblaba entre sus brazos.

«Shan Yuan García»

Los ojos de Sung siguieron las otras listas. No iba a soltar el rastro de su padre, tan cerca se encontraba ahora. Desde su captura hasta el rompimiento del compromiso de Shin, Michel había enviado dinero a un dirección no muy lejos de allí. Era justo frente al edificio donde tomaba las comidas con Shin.

Sung se quedó colgado en la falta de dinero extra. Su padre por eso se veía tan desmejorado en las fotografías de Bianco, su única posibilidad de comer el trabajo mal pagado de a horas o la caridad. Con la nueva perspectiva de Michel, ya no se sorprendía la manera en la que rompía sus propias promesas.

La boca se le secó por la sola idea de saber que su padre estaba en Tai Poh, en su mismo distrito, tan cerca que podría ayudarlo en un poco más. Leyó una y otra vez la dirección de su padre, asegurándose de que el nombre del edificio y del número de la calle se grabaran a fuego. Al escapar a la mafia de Shin, localizar el sitio exacto no sería difícil.

Al sentirse satisfecho, Sung se aseguró de que todo permaneciera como se encontró en primer lugar. Guardó el cuaderno, cerró el cerrojo y se dirigió otra vez frente a la puerta donde Michel debía estar en medio de su fiebre artística. Levantó la mano a la cerradura, dudó y volvió a bajarla. La única forma de que volviera a entrar a ese lugar sería por amenaza explícita de Michel.

Sung decidió irse a dormir a la habitación principal. Si Michel luego quería mantener relaciones sexuales, lo despertaría. Sino, le dejaría descansar sin miedo a despertar en pleno ataque.

El cuarto de Michel era la zona más cómoda. La cama llevaba poco uso, pero las sábanas estaban limpias y tenía un calefactor en la habitación. Se desnudó por completo, a punto de echarse cuando se fijó en las fotografías de los estantes. En ellos, Sung se fijó en la sonrisa inocente de Michel en su niñez. Toma colgándose en árboles detrás de Bianco, fotos de los dos niños corriendo por el campo de una finca.

En el sitio de honor, la toma de una mujer de largo cabello negro y el estómago hinchado por el embarazo. Detrás de ella, abrazándole por los hombros, un joven Dalmacio con una sonrisa feliz y tan amplia como no recordarla verla ni siquiera en las otras fotografías. Un escalofrío recorrió al vidente. La señora debía ser la madre del mafioso. Su ausencia en el resto de los cuadros solo tenía una explicación.

—Así que aquí estabas.

Michel lo veía desde la puerta, su sonrisa tranquila y suave mientras se limpiaba las manos llenas de negro.

Sung dejó el marco en su sitio, sonriendo algo cohibido al fijarse en su propia desnudez.

—Lo siento, me entró el sueño y no quería interrumpirte. —Se cruzó de brazos, sentándose en el borde de la cama. Hizo gesto de tomar su ropa, pero Michel lo detuvo y negó.

—Te voy a pasar una pijama. Solo colócate la ropa interior. Digo, si no quieres volver a tu sitio.

—Bianco a veces... Entra sin tocar por algo.

—Ah. Quédate aquí, entonces. Te irás en la cena.

Michel no preguntó más y buscó en el armario una camisa de dormir de cuadros. Lo ayudó a vestirse. Luego, se dirigió al baño, dejándolo recostado en la cama mientras se duchaba. Sung se ladeó en la cama. La camisa manchada llamó su atención, las marcas de los dedos formaban círculos en la blancura de la tela.

Era el mismo color y la locura de su pesadilla con Michel de ojos de muerto. Tragó al entender por qué la opresión de sus dibujos al entrar. No era reconocimiento de sentimientos, sino memoria de sus propias imaginaciones. El sudor empezó a caer por su frente, la respiración pesada lastimándole los pulmones. Sung se enfocó en la suavidad de las sábanas, pero el aroma a wontones y a colonia no calmó sus pensamientos.

El dolor tenía origen en su frente, en medio de su cerebro lleno de memorias y de visiones a futuros fallecimientos.

Pensó en Amatista, en la memoria de una visión que no se cumpliría. Existía una manera de romper los círculos de sus propios destinos. En caso de la mujer, la intervención de cuatro personas fue necesaria y, aún así, no estaban seguros de que el bebé alcanzaría el año de vida. Sung podría ver mañana a la muerte llevándose el aliento de la criatura. O un asesino entrando a vengarse por los trabajos de la mafia.

Círculos en ese infinito continuo, donde la muerte siempre podía llevarse a la persona. Cerró los ojos, cubriéndose el rostro con ambas manos para calmar sus propios pensamientos. No, debía aceptar que, si el bebé existía después de la fecha en el calendario, la rueda del destino de Amatista había cambiado.

Parpadeó, el agua de la ducha alianza a la realidad. Se aferró a esa idea, a que él podría evadir su muerte prematura. Luego de rescatar a su padre el temor se desvanecería, un poco más. Primero debía asegurarse de que las circunstancias alrededor de Bianco se cumplieran y, por supuesto, también aquellas sobre Dalmacio. Cruzó los brazos sobre su pecho, reproduciendo las muertes de ambos una y otra vez hasta que el sueño alcanzó sus ojos.

El chillido de la llave marcó el final de la ducha. Tras unos segundos, Michel salió envuelto en una toalla mientras se secaba los cabellos. Sonrió en respuesta a su invitado.

—Descansa, pequeño. Mañana ya nos pondremos al día con los encargos.


La perfidia de la sarraceniaNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ