—¿Qué viste, Sung?

—Estás aliado a Temujin, ¿ellos lo saben? —Tocó una de las palmas, acariciando la piel sin devolverle la mirada—. Es peligroso si lo saben, más aún sino...

—Sung. ¿Qué fue lo que viste?

El vidente suspiró, dándole la espalda al apartar sus manos con una violencia calculada.

—... Te vi muerto, lanzándote desde un edificio. Te vi... Te vi...

La pesadilla llegó la noche anterior. El frío de las ventanas abiertas de par en par le agitó los cabellos. Gritos le estremecieron el alma, el rumor de las patrullas cada vez más cerca. No era la habitación de paredes destruidas por la humedad, sino un departamento familiar con juguetes en el piso, mesas llenas de ropas y de tazas vacías de té, platos apilados de un almuerzo reciente. En el aire se olía la fritura de los wontons y el ligero toque del pescado.

Desde allí veía las calles de Tai Poh a nivel del suelo. Era capaz de distinguir las facciones de las personas en el semicírculo alrededor de algo, de la textura de sus ropas, de las comidas y de las bebidas que consumían. Forzó sus ojos para ver a través de ellos, apenas distinguiéndose una figura llena de rojo entre las piernas de la multitud.

Sea lo quien fuera allí se encontraba, no era más que una muestra de carne y de huesos. Ya no era ser vivo. Nada que cayera desde lo alto de esos edificios podía conservar la familiaridad de la humanidad. Aún así, insistió en su examen de la escena. Dolieron los músculos de sus ojos hasta que, en medio de los tacones tan rojos como la sangre del fallecido, un teléfono de pantalla estrellada con una carcasa familiar.

«Michel...» se escuchó a sí mismo en sus pensamientos antes de despertar.

Todo ello relató al mafioso, frente a una taza de té entre las manos todavía heladas por la memoria. La manta y la chaqueta tampoco era suficiente. Miedo, pánico, otra vez a flor de piel al comprender de lo que fueron testigos los dueños de las habitaciones. Aspiró, suspiró, su angustia sin contagiar al invitado.

—Me mantendré alejado de las ventanas. —Michel soltó una risa socarrona, levantándose con un suspiro para tomarlo de la muñeca—. Y, si debo acercarme a una, no le daré la espalda ni mi primo ni a mi tío. Prometido. Ahora vamos, quiero enseñarte algunos de mis dibujos. ¿Recuerdas que te prometí?

—En otra década. —Se animó a sonreír, el olor a frituras en su nariz aún al levantarse y seguirlo a la puerta. Solo cuando llegaron al pasillo, Sung cayó en cuenta que el aroma venía de Michel. Aspiró, el perfume delicioso de antaño ahora no como tal. Era signo de la próxima muerte que no había conseguido evadir aunque ya sabía de ella.

El vidente decidió no señalar esa nueva señal mientras caminaban a uno de los otros departamentos del piso. ¿Con Bianco pasaba lo mismo? En su propia memoria no guardaba aromas ni sabores, pero debía existir un signo claro que no lograba ver. Ahora estaría más atento a las pistas que Jano dejaba en sus marcas.

—Michel... ¿Cómo lograste que te aceptaran?

El seguro del departamento frente al elevador hizo un eco por el pasillo. Chasquidos, gruñidos de la rejilla antes de que Michel le diera espacio para pasar.

—No lo logré, es más un... Impase, para no empeorar las relaciones con Shin y Temujin. Solo estoy aquí para cuidarte y vigilar que Bianco no haga más tonterías de lo usual.

Ese departamento no tenía nada que ver con el suyo. Las paredes estaban recién pintadas en un rosa claro, los piso de un mármol tan negras que las sombras eran solo figuras. La mesa del comedor, los libreros y las sillas eran pino pulido. Las encimeras de las cocinas y la alacena eran de un gris perla que necesitaría constante limpieza para mantener la belleza. Todo ello bañado en luz amarillenta.

Aparte, estaba el orden ascético de los objetos igual al de los catálogos decorativos. Los libros parecían nuevos, algunos en plástico aún. Flores recién cortadas en jarrones todavía de colores brillantes y figurillas de distintos tipos de felinos sobre mantillos tejidos. Las paredes no estaban desnudas, reproducciones de pinturas famosas en cuatro de las seis superficies: Los Saltimbanquis de Doré; A las Puertas de la Eternidad de Van Gogh; Autómata de Hopper y El Viejo Guitarrista de Picasso.

Sung parpadeó al leer cada una de las placas. Apretó los labios en una mueca. ¿Qué clase de persona requería mostrar sus conocimientos con una galería de arte en su casa? Seguro sus propios compañeros de oficio tenían la suficiente cultura para identificar, al menos, al artista. Eran todos de su mismo círculo, después de todo.

Siguió al dueño de casa sin comentar sus pensamientos. En el pasillo lleno de espejos cubiertos por telas negras, otras reproducciones más pequeñas seguían la misma dinámica de tristeza, de desesperación y del abatimiento de una tristeza profunda como el océano. La distribución de los cuartos era similar a la de su propio departamento, no así el encierro asfixiante de sus paredes y de los ojos de las pinturas siguiéndolos.

—Los sientes, ¿cierto? Por eso cubrí los espejos. No me gusta que me miren cuando estoy pintando. —El sonido de sus palabras estremeció hasta su propio centro, acompañadas de una sonrisa vacía de intenciones. Sung se arrepintió de ir allí, ahora más seguro que nunca de que debió amigarse más con Bianco y menos de ese hombre—. Está por aquí mi estudio.

Abrió la puerta que sería la habitación de invitados. Dentro, las ventanas también se encontraban cubiertas por gruesas capas de tela negra, tantas como fueran necesarias para que ni un punto de luz entrara. Antes de entrar, de un mueble todavía en la penumbra Michel tomó una vela y un yesquero. Se adentró sosteniendo la vela sobre su cabeza,

Sung se sintió desfallecer al tocar la zona donde debía estar el interruptor, la sensación de metal y de plástico en el espacio vacío. No había bombilla en la lámpara del techo, tampoco. Parpadeó al contemplar el parpadeo de la llama diminuta. En el halo se definía la forma de un caballete, de lienzos a medio pintar en el piso y colgados en las paredes. Escuchaba los movimientos de Michel por la habitación, así como el susurro de las bolsas de tela y el tintineo de los frascos de pintura. Dio un paso al frente antes de cerrar con extremo cuidado. No se movió.

Tras unos instantes, los ojos de Sung se ajustaron a la penumbra y la forma de los objetos cobró sentido en los límites de ese mundo extraño. Sintió una ráfaga de viento helado desde su propio estómago hasta su rostro. De piso a techo, cada centímetro del cuarto estaba cubierto por cuadros de círculos negros en fondos de diferentes colores. Círculos diminutos sobre rojo, círculos amplios sobre amarillo. Círculos como ojos, redondez iguales a bocas.

El arte de Michel era desesperante, asfixiante. Orgulloso, observaba sus expresiones con una sonrisa encantadora y feliz. Recordaba a Sung a sus horas con la venda sobre los ojos y las manos atadas a la espalda. Compuso como pudo su sonrisa llena de desesperación, de ganas de escapar a su cárcel personal.

—¿Te gustan? —Michel exclamó sin acercarse, su expresión hambrienta de la verdad tras el horror en Sung. Se cruzó de brazos al admirar cada una de sus obras. En la poca luz, sus facciones eran filo de blancura y de sombras peligrosas—. Es mi trabajo de años. Los círculos son inicio y final, encierro y liberación.

El vidente parpadeó, las frases en su interior lejanas a la adulación que se esperaba de él. Evitó el fulgor de aceite de esos ojos tan negros como el carboncillo de las obras.

—Es... Sobrecogedor. —Logró expresar sin que la lengua se le trabara. Gesticuló su incomodidad con las manos—. Intimidado, incluso. Solo ver estas imágenes me llena de confusión y de... Terror.

—¡Fantástico! —Michel mostraba más emoción en su expresión por esas pinturas que por la idea de su propia muerte. Sung lo vio sentándose en un taburete desgastado, frente a una pieza a medio hacer de fondo rosa—. Entonces ayúdame a terminar este. Vas a sorprenderte de la belleza real de estos círculos.

El vidente no se movió de su sitio en medio de la habitación.

—Primero seré testigo.

Michel encogió los hombros, concentrándose en su propio trabajo sin interesarle en verdad el vidente, sino solo su presencia.


La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now