Tenía que trabajar, y debía hacerlo rápido. Cada segundo en una visión era otro kilo de cansancio, otra noche durmiendo tan cerca de la muerte que podía olerla. Y los muertos no cometían venganzas, privilegio de vivos como lo era el odio y la revancha.

Se acercó a la estantería más cercana a la puerta, la cola de su ropa arrastrándose en un terco silencio. Al menos en esa soledad, no existían los millones de ojos de los otros comensales. Su cuerpo debía estar tirado en un grandioso sofá. O en el regazo de Dalmacio, su expresión ausente mientras el patriarca utilizaba los servicios de algunos otros caballeros de compañía.

En los tres niveles del mueble, libros aguardaban liberarse de su encierro, allí detrás de las estatuillas de elefante de marfil y de oro. Con un dedo tocó el relieve de los títulos en oro y de cuero negro. Por el idéntico tratamiento de cada uno de los tomos, el dueño de esa habitación debía poseer una personalidad obsesiva y rígida, controladora.

El vidente pensó en Michel, pero el inglés era un idioma que no manejaba suficiente para leer tochos tan gruesos. Bianco apenas hablaba italiano y su paupérrimo español. ¿Dalmacio? Sung ladeó la cabeza a las decoraciones e inscripciones en las estanterías, en el bordado de las telas que le hicieron pensar en yoga, en comida picante y en antiguos dioses de piel azul. No. El patriarca era tan católico como cualquier criminal de su patria. No tendría historias semejantes en su sitio privado.

Huang Jin y su desconocido acompañante eran los siguientes en la lista. Menuda desgracia agregar a otros de los mafiosos entre posibles relaciones a tener en cuenta.

La sensación de peligro se asentó como una rigidez en su cuello cuando volvió su atención a los libros. La mayoría de los títulos se referían a historia del Asia moderno, cubrían desde los cambios en las distintas dictaduras y gobiernos de la región a narrativa popular de autores cuyos nombres nunca había escuchado.

Sung observó alrededor tras no encontrar ni un solo signo de color allí. Se inclinó, tratando de abrir la estantería inferior. Nada, cerrada como si estuviera sellada con pegamento. La pista debía estar del otro lado de la cama, en la zona donde la luz caía con toda su fuerza. Suspiró de nuevo, moviéndose con precavida lentitud tras erguirse. El cuchillo que sentía clavado en las tripas se afincó más y más hasta que el hormigueo fue insoportable.

El morbo lo hizo observar del otro lado de la cama, aunque sus instintos gritaban que se cubriera los ojos y enterrara la curiosidad en el fondo de su mente.

Lo primero que vio fue el charco de sangre en el piso y las salpicaduras oscuras en las paredes. Segundo, la cabeza dividida por la mitad como si fuera una sandía, hueso blanco y cerebro gris sombreados por agua negra, por pelos cortos del cuero cabelludo cortado tan limpio. Tercero, el brillo del hacha apoyada en la zapatera, el reflejo del filo espejo a la expresión arrobada del testigo invisible, silencioso, que no existía más que en un espacio solo dispuesto a los dioses. En el monocroma de la escena, sus iris naranjas eran iguales al fuego.

El tiempo se alertagó mientras su cerebro procesaba la violencia frente a sus ojos. Solo volvió a sí cuando el impacto de la pared volvió a su memoria la delicadeza de su situación. Tomó una profunda aspiración mientras sus uñas rascaban la pintura de la pared.

El cuerpo era incluso más bajo que él y apenas llegaba poco más de la mitad del colchón, seguro de unos dieciocho años, por ello no había visto sus pies en su investigación inicial. Las ropas que llevaba consistían en un delicado kimono con flores de ginko entrelazándose entre hojas y ramas, cambiantes en su brillo por la luz. Sus pies estaban desnudos, la planta varios tonos menos grises que el de su piel, oscura contra el blanco de su cráneo al aire.

Sin embargo, cuando Sung se agachó a la altura de la cabeza y observó el rostro, se encontró con otra sorpresa. En lugar de la expresión de agonía por una lucha previa, o quizás el dolor por una traición pasional, se encontró con una expresión de profunda serenidad y calma. Incluso, cuando casi respiraba polvo de hueso de la herida, Sung logró identificar el bosquejo de una sonrisa. Frunció el ceño al subir la atención a los brazos, los dedos estirados en la propia dirección del hacha. El vidente se colocó otra vez a los pies del cadáver y se arrodilló antes de subir la mirada.

—Oh.

El rojo de una mancha en la repisa sobre la zapatera llenó, de pronto, toda su visión. De un salto se acercó, cuidadoso de no pisar el cuerpo y de puntillas entre los espacios limpios de la alfombra. No sentiría ni el frío de la piel ni la pegajosidad de la sangre, pero el asco visual le podía más que nada. A su vez, mantuvo los veinte centímetros necesarios del hacha, su cuerpo inerte y aún muy intimidante. Sung percibió el deseo de sangre en su filo, listo para cortar su carne si se atrevía a dar algún paso en falso.

Ignoró sus nervios de punta y estiró el cuello, el color sin forma ahora el armazón de un teléfono celular de última generación. En la pantalla, paralizada en el momento de la muerte, se leía un mensaje que heló a Sung hasta su mismo tuétano.

Raghu, debes escapar de inmediato. Shin no es confiable. Trabaja para ellos. No la dejes entrar y, por favor, no te quedes a solas con ella. Dalmacio ya ha pagado las consecuencias de su confianza.

¿El emisor? Huang Ji.

Sung no necesitó leer más, las fuerzas abandonándole al tiempo que se dejaba caer en la cama y se aferraba las rodillas, los temblores engulléndole por completo. Trató de respirar pero, al examinar el hacha de forma más minuciosa, se dió cuenta que tenía el tamaño justo para que la manejara una mujer de brazos delgados.

La venganza de Shin a la ofensa, el golpe de la mafia de Temujin... ¿Serían sus manos las únicas metidas en ese desastre? Volvió a examinar los rasgos del fallecido, el parecido con el chico de la fiesta siendo innegable para ese punto. 

Clavó sus propias uñas en la tela del sudario, lágrimas cálidas en sus mejillas. Las dejó caer, un suave rezo en su alma por la absurda violencia de toda la situación, por el dolor que Huang Ji experimentaría en el futuro ante la pérdida de su amante y el único aliado real en esa ciudad. 

Sung se sorbió la nariz cuando las nubes del pasado volvieron a rodearlo, el corazón duro de Jano sin tener tiempo al del luto. El vidente cerró los ojos en dolorosa reflexión. ¿Sería su falta de ambición origen de su opinión alrededor de esa guerra civil? O serían las consecuencias a esperar de un negocio construido con ladrillos de huesos humanos. 

El viento del pasado secó la humedad de su piel. No conseguiría respuestas en su dios y la lejanía de su padre era más agónica que nunca. Lo único real era la costra brillante en sus rasgos cuando otra vez abrió los ojos y, en lugar de encontrarse con la cara de Dalmacio, estaba de vuelta a un sitio familiar. La respiración se le cortó al girar al origen de la brisa.

En lugar de los amantes envueltos en violentos amoríos, solo existía otra persona en esa visión del futuro.

Los árboles se recortaban en tinta contra el cielo gris y las puertas de mampara entreabiertas. El hogar estaba apagado a su espalda, el sitio tan helado como las piedras de los mausoleos bajo la piel.  Y frente a él, envuelta en un morado intenso, se encontraba una mujer de redondo e inmenso vientre, su boca abierta en un grito silencioso y sus muslos manchados por la negrura continua de la sangre fresca. 

La perfidia de la sarraceniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora