Las nubes de la irrealidad se dispersaron al prevalecer la afirmación de que, fueran las que fueran las intenciones de este hombre, mi integridad física podría verse comprometida.

Incluso entre las hebras de mi flequillo, me daba cuenta que conocía a este hombre. Mejor dicho, era un desconocido familiar, una silueta de facciones en una tarjeta de identificación ya vista. No sonreí. Apegué mi cuerpo a la pared contigua al hueco de la entrada. No quería que me tocara, no por el momento.

—Kwan Yoo, ¿no es así?

Al escucharme, el ceño se suavizó y una sonrisa de gato, ladina, apareció en medio de una selva de pelos largos, oscuros, cuidados por el primor de una madre. En su mandíbula superior, un molar de oro reflejaba la pobreza de mis lámparas a medio encender. En su muñeca derecha adiviné una pulsera roja de plástico, iguales a las que dan en las ferias. Antes de entrar, ajustó los puños de su traje, el cuello de la camisa tieso por el almidón.

Ignoró mi alfombra y las zapatillas para invitados. El barro de sus zapatos pronto llenó el gris del suelo. A la mezcla se le agregaron las gotas de jugo que formaban un camino del asiento a mi mano. Mi camisa amarilla se volvió servilleta a mis dedos ya pegajosos. Mis pies eran gusanos asomándose bajo los faldones del pantalón. Me daba asco mi propia presencia.

Dejé que la puerta se cerrara.

I'm kind of surprised. You're quite a cute thing for your job. —Mojó el pulgar con su lengua y se arregló un pelo mal ajustado de la ceja, mientras cruzaba una pierna sobre la otra y me escaneaba de arriba a abajo—. Do you plan to stay there with your thumb up your ass?

—No entiendo mucho inglés, disculpe —corté con la cortesía de un vestido negro en una boda cristiana. Rehice el camino a mi asiento, cruzándome de brazos—. Si desea obtener mis servicios, nos comunicaremos en español o en mandarín.

—Vale, vale, hombre. No te molestéis. —El acento de sus palabras era duro y tieso, igual al de los asiáticos que aprendían el uso de la erre por primera vez. Coreano o japonés, sin dudas—. Vale, te lo traduzco. Que me sorprende lo rico que estás, flaca.

—Soy un tío, un chamo, un muchacho. Sung.

—Ya decía que hablabais como muy profundo, carnal. ¿Vale? —Sus mejillas se colorearon un poco. Suspiré—. Vale. Ósea, solo estás huesudo.

—Vale. Digo, sí. —Tosí, poniéndome de pie. ¿Dónde estaban mis modales?—. Puedo hacer té, también tengo algo de jugo de naranja. No este, claro.

—Algo más fuerte, joder, caña real. ¿Tu novio no es Michaelo Conte? Debes estar forradísimo. —Descruzó las piernas, sus zapatos eran negros como la noche sin luna y mi reflejo parecía el de un condenado en su celda.

Controlé mi tono de voz como pude, mi expresión sin el menor asomo de sentimientos. Sentía la cara caliente, los dedos gritaban con deseos de apretarse.

—No hablo inglés y estoy en Hong Kong. Podrá entender que... —La voz se me arrugó en la garganta—... No estoy aquí por voluntad propia.

Kwan se distorsionó por las lágrimas al igual que las acuarelas por un pincel. Me sujeté la frente. La temperatura había subido de repente. Ignoré el silbido de mi interlocutor. Me daba escalofríos.

—Así que es cierto, Michaelo sí usa su mercancía. —La oscuridad de mis párpados siguió a mi vano intento de secar las lágrimas—. Hombre, aunque ¿quién puede culparlo, eh? Un papacito como tú no puede terminar en una plancha de quirófano. Lo tuyo es colgado de algún techo y abierto de par en par.

Su risilla era como la de un niño.

—¿También te dedicas a lo mismo que ese monstruo? —Clavé los dedos en mis rodillas—. Porque, como imaginarás, no me siento cómodo ayudando a alguien así.

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now