Manos que se ayudan

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El vidente se cubrió los oídos. Los llantos de los niños escuchándose a través de los hilos del tiempo, impidiéndole siquiera pensar o dormir una vez volvía a la memoria. El frío de ese contenedor se metía en sus huesos y lo agitaba en las noches más oscuras.

Te estamos muy agradecidos por todo el trabajo. Estamos en las averiguaciones sobre la localización de tu padre. No olvidamos los límites de tu propia situación. Trabajamos en ello.

Sung soltó una risa seca, la tristeza aferrándole el estómago y la cara en una mueca. Al final, tendría que confiar en sus palabras. Jano era cruel y ni una sola pizca de su padre dejaba ver desde la visión del ataque terrorista. Escribió en su teléfono, sus oídos agudizados a cualquier movimiento de la puerta.

¿Cómo está tu hermana? Bianco tiene la boca grande y dijo que está en el hospital.

Sung no terminó de parpadear recibió respuesta.

Podría estar mejor, el embarazo la tiene mal. Estamos muy preocupados por su salud. ¿Has tenido una visión de ella? Pagaremos lo que sea por buenas noticias.

Tendrías que darme algo más y no hablar en términos tan inciertos.

Lo siento. Aún es peligroso comunicarnos.

Las palabras flotaron a su alrededor unos segundos, pero decidió descartar cualquier pensamiento sobre la situación. Aún no conocía suficiente a Amatista. Tendrían que esforzarse aún más con él si querrían usar sus servicios para monitorear su embarazo.

El vidente dejó de escribir y apagó el teléfono, echándose unos segundos más antes de levantarse para esconder el objeto en su sitio seguro. Se limpió las manos, el cabello y se ajustó de nuevo la ropa antes de sentarse frente al escritorio y tratar de leer en su ereader. Abrió una de sus últimas compras.

«Tienes diez años, es pleno verano y hace un calor sofocante, tan húmedo y molesto que, incluso sentado a la sombra de los árboles del jardín, se te llena de sudor la frente.»

Sung frunció el ceño, apretando unos lugares de la pantalla para identificar al autor. Diario de invierno de Paul Auster. ¿Qué estaba pensando al lanzarse de lleno en ese libro? A salto de mata lo había hecho llorar por días. Cerró el objeto, tamborileó sobre la superficie negra y firme del protector. Las letras de la marca capturaron sus ojos, el relieve delicioso contra sus dedos. Guardó el aparato electrónico en el cajón de lápices y clips de colores.

Se acarició los cabellos antes de arrancar una hoja de papel y dibujar una sonrisa con marcadores negros. Colocó cinta adhesiva en los bordes y la colocó sobre su cara tras realizar agujeros en los ojos.

Se miró al espejo de la mesa, la máscara blanca de sonrisa torcida verdadero reflejo de su propio terror, de su propio miedo, de su odio y de la forma en la que su corazón se contorsionaba en la oscuridad. Se tocó la mejilla de papel, deslizándose el marcador por esa zona para simular una lágrima. La cara que le devolvió la mirada al fin lo hizo sentir en casa.

A su espalda, la puerta se abrió tras dos clicks. Uno, del seguro de la cadena. El segundo del candado en la cerradura del pomo. Se giró suficiente para enfrentar a su invitado, su cuerpo sin dejar un momento la silla.

El cabello de Bianco estaba ausente, el golpe en su ojo algo mejor. Ese día no llevaba traje, sino ropa deportiva cubierta aún de sudor como si acaba de entrenar. Los pantalones negros y la camiseta gris eran de material elástico, apegándose tanto a su cuerpo que definía la forma de sus músculos, la fuerza de cada parte de su cuerpo. Sung se mordió el labio, manteniendo sus ojos arriba y al frente. El cosquilleo de los dedos de Michel se deslizó de su entrepierna a su esternón. Apretó las piernas.

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now