«¿Qué dios intentas arrojar de su trono, Michel? No olvides que incluso tu carne se pudrirá». Las orbes de Jano rieron al brillar con una intensidad propia del mismísimo sol. Veían el final de todo y, al mismo tiempo, no estaba en su destino largarse alguna vez de ese mundo. El mafioso se dio cuenta que existirían hasta después de su propia muerte, malditos instrumentos a quienes se acercaran a ellos.

Eso era, ¿no? Ya estaba condenado. Solo el cuándo y el por qué estaban en blanco en el papel de su sentencia.

Michel se cubrió los labios y se levantó de un salto. El cigarrillo fue abandonado a un lado de la cama, sus manos más ocupadas en tomar el sitio de descanso de la razón por la que Sung dejó de existir. ¡Que ardiera todo el edificio! ¡Todo el distrito de ser posible! Temujin tendría algo que limpiar entre las horas donde fornicaba con la diminuta bestia de su esposa.

Soltó una risa muy alta en el completo silencio, incrédula en su razón y maníaca en la ejecución. Sentó el instrumento en su regazo, sus piernas cruzadas y sus mirada otra vez brillante con algo más que la zozobra. Sin embargo, no importó cuanto empujó, trató de girar o utilizó sus dientes, la tapa no cedió a sus deseos. Los ojos no dejaron de desafiarlo a hacerlo, levantándose en el líquido para retarlo a acabar con esa desgracia, a liberarlos de esa prisión.

Y, obediente como siempre fue de niño, lo hizo sin un impulso más que la orden silenciosa de una mirada. Levantó los brazos sobre su cabeza, su rostro por completo transfigurado al de un cadáver en el estruendo del vidrio contra el suelo. La oleada del perfume del formol concentrado lo hizo arrugar la nariz y contener varias arcadas. El arcoiris se reflejó sobre el techo, las paredes y él mismo en los trozos traslúcidos con toda la fuerza de las últimas horas de luz. El líquido manchó el marco de la reproducción de la vieja pintura, sus colores para siempre alterados.

Los globos oculares fueron empujados a la pared de los cuadros por la inercia. Chocaron contra el vidrio templado de doble visión, saltaron al otro lado para rodar uno al futón y el otro a la puerta de salida. El cuadro del barco de espuma antigua cayó, revelándose ante Michel un diminuto agujero visible al otro lado al penetrar la luz natural. Los labios se tensaron y se volvieron un rictus de intensidad creciente a cada segundo. La piel perdió el resto de sus colores, sus rasgos envejeciéndose treinta años.

Michel dio varios pasos atrás hasta sentir el alfeizar de la ventana contra su cintura. Posó las muñecas para no ceder ante el temblor de sus rodillas. El pánico ardió en su intestino y subió igual a lava por su garganta. ¿Cuánto tiempo llevaba Sung planeando esa noche? ¿Acaso mintió sobre su desconocimiento de su propio futuro? ¿Estaba riéndose la calavera sin ojos con algo más que con sus dientes ?Se llevó las manos a los cabellos, aferrándolos con tal energía que varios mechones cayeron a los costados junto a sus extremidades.

En el suelo, los ojos rodaron, chocaron entre sí y se movieron justo para encontrarse en la distancia. En el baño, el goteo de la ducha y los rasguños se escucharon con total claridad. Afuera del departamento, unas voces gritaban «¡Michel! ¡Michel!» al tiempo que forcejaban con el seguro de la entrada principal. El mundo de los sonidos lo consumió. En el suelo, los iris se encendieron.

La risa de Sung fue una carcajada, su cuerpo por completo derretido en una masa de huesos y de órganos, la sopa humana metiéndose debajo de la rejilla y mojando la caja con el hanfu.

Michel se sentó en el alfeizar, asomándose a los límites del reino del niño Sol. Elevó el rostro al cielo sin nubes en la distancia. El perfecto viernes para pasear con la familia en los mercadillos o comer algo en los puesto. En el suelo, Michel vio hormigas por personas y él, sentado sobre ellos sobre los límites de su propio entendimiento, fuera de su alcance.

Era el dios, era Jano, era el vidente. La ventana en sus pies se desvaneció. En el fondo del abismo, creyó ver las cabezas de Dalmacio y de Bianco, ambas llenas de sangre.

—¡Sung!

La puerta de la cárcel fue arrojada por los aires de un impulso bien dado. El golpe precipitó la madera al suelo con un impacto seco. Dos figuras entraron, tensos en su postura. Listos para un inminente ataque. El hombre de traje tradicional negro y de coleta alta se cubrió la nariz. Frunció la nariz. La mujer de hanfu azul y blanco colocándose un simple pañuelo lleno de perfume sin animarse a pisar el mármol húmedo. Era un aroma familiar, el perfume de tantas fiestas a la que habían asistido. Ni el formol ni el tabaco lograban cubrir la podredumbre de la carne, de la humedad, que permeaba cada uno de los centímetros de esas habitaciones.

—¡Sung! —exclamó Temujin, su figura paralizada de adentrarse más allá de lo visual. Era un desastre el sitio, el sepulcro final de una persona a la vez bendita y desgraciada. No necesitaba ser un genio para identificar el perfume. Shin tampoco, la memoria de sus días en el camión de carga a flor de piel desde que entró a la sala. Se acarició los brazos, la angustia y el deseo de huir a la par en su corazón.

El olor venía de la otra habitación, la única otra zona que Michel y Bianco dispusieron para el vidente. Tan diminuto era que Shin pronto encontró todos los secretos de la prisión. En esos metros encontró las respuestas a las miserias del venezolano, a sus ojos solo brillantes con el ocasional sarcasmo. La zona invisible era un vívido temor en el cerebro de los dos, agudizándose por la asfixia del tamaño. No hacía mucha falta imaginar lo que se encontraba detrás de la puerta, aquella persona dispuesta a abrirla un verdadero valiente.

Ninguno de los dos se atrevería a limpiar el desastre sin ayuda de un equipo, a moverse siquiera de los límites impuestos por el océano de formol. Era un exceso de muerte, una clara festividad de la zozobra y de la desesperación a los sueños rotos. Ninguno podía arriesgarse a ser infectados por la influencia del vidente. Quizás ya era demasiado tarde.

El pensamiento espantó a Shin, quien solo atinó a aferrarse al brazo de Temujin, sus dedos tiesosen terror. Señaló con pálida uña a un objeto. El mafioso enfocó la atención, los labios crispándose en una mueca del más profundo abatimiento, quizás visceral rechazo. La cajeta de cigarrillos preferida de su antiguo socio se encontraba en uno de los muebles. La boca del hombre estaba seca y le costó formar palabras.

Esa marca baratona... Era prueba y excusa suficiente de estarse quietos. Temujin temblaba de pies a cabeza, pero en su agarre solo percibió la baja temperatura en la forma femenina. Trató de reunir suficiente saliva para hablar.

—Si Sung está allí, ¿dónde está Michel?

La pregunta flotó en el aire antes de que ambos dirigieran su vista a la ventana entreabierta. Allí, con el orden usual de sus cabellos peinados y su traje limpio, estaban posados los zapatos negros siempre brillantes con sus calcetines hechos bola en cada uno. Sus bocas abiertas en horror se reflejaban en la oscuridad del charol.

En el suelo, juntos y sin apartar la atención de la pareja como si de la mirada de Jano se tratara, los ojos de Sung brillaban con la elegancia de los fuegos de las piras fúnebres. Afuera, abajo, los gritos de los transeúntes eran iguales a las risas de los niños tras realizar una travesura.

FIN.

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now