Visitas por la mañana

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La puerta principal todavía no tenía su tratamiento de aceite. Y el piso de esas habitaciones invisibles poseían un característico chirrido en el tatami lleno de moho. Su espalda se puso recta al instante, pronto apresurándose a dejar todo lo más ordenado posible. La ropa sucia en las bolsas para la lavandería, los trapos y papeles en las bolsas de basura negras. Se lavó las manos a consciencia antes de cerrar la puerta del lugar, correr a la habitación y ponerse a doblar, ordenar y colocar todos los objetos en la mejor postura.

La puerta de su mundo se abrió cuando tomaba el cepillo y el recogedor de polvo, dispuesto a acabar de arreglar el piso de piedra a medio hacer. Se quedó de cuclillas, fingiendo que proseguía pese a los pesados pasos y el aroma a huevos, a sopa recién hecha de alguno de los múltiples puestos de la calle. Gotas de agua caían al suelo desde su cabello húmedo. Nunca creyó llegar al punto de desear quedarse a solas otra vez para restregar el suelo hasta que le dolieron los brazos.

—Eh, eh. Deja las cosas, Cenicienta. Es hora de desayunar.

Su español tenía un acento europeo, portugués o italiano. Su cadencia era ligeramente cantarina, sus graves muy profundos y sus agudos muy dulces. Recordaba encontrar muy agradable su voz cuando la escuchó por primera vez cuando aún llevaba capucha. Igual a la voz de los cantantes de los festivales de vacaciones. Sin embargo, su alma desplegaba la crueldad de los niños al matar insectos cada vez que sus ojos se encontraban. Sus sonrisas una falsa trampa detrás de las que se escondían los más crueles divertimentos.

La paciencia era su trampa de mosca, los dulces segundos ilusión de un consentimiento que le hizo arder las cicatrices ocultas por las telas. Una oleada de cansancio se deslizó por su cuerpo como el agua de la ducha sobre él. Ese rubio de gran espalda y manos llenas de anillos era peor que un perro guardián.

El hombre soltó un bufido antes de cerrar tras de él, los seguros dobles y la cadena volviendo a aislar esa esquina del tiempo y del espacio que afectaba al mundo.

—¿Te volviste a joder la garganta gritando? Michel te ha pedido cuidarte. Cualquier medicamento será descontado de tu pago.

Sung vio el brillo de la llave caer en el bolsillo de su chaqueta por la periferia de su visión. Retomó la acción de fregado un momento más antes de sentarse sobre sus tobillos, parpadeó, girándose lo suficiente para enfrentar a su invitado de honor. Su cuello estaba húmedo aún por el baño, las ropas grandes en el cuerpo que no comía equilibrado desde hacía muchísimos meses. Era una rama seca sosteniendo el peso del mundo y recién despertado parecía a punto de romperse.

Acarició las duras cerdas del cepillo, restos de polvo metiéndose bajo sus uñas.

—Déjalo frente a la ventana. Tengo que terminar aquí, Bianco. No tengo sirvientes.

—Ah, así que has recordado como hablar. —Soltó una risotada, obediente al dejar la bandeja con congee, una tostada con mermelada, jugo de naranja aún oloroso a la fruta y un enorme omelette, trozos de champiñón y cebollín claros en la superficie. Su estómago ronroneó, pero Sung se mantuvo en su postura—. ¿No te gusta? Lo mandaron a hacer justo para ti.

El puchero de su rostro angelical, incluso de cabello rubio y de ojos verdes, no ablandó al chico. Era demasiado temprano para caer a los accesos de ira de ese hombre. Cambió su postura a una cruzada de piernas y arrojó su cepillo lejos de ellos. El golpe resonó como música para sus oídos. Le recordó que seguía vivo, que aún podía pelear por un nuevo día.

Bianco se limitó a enarcar una ceja. El prisionero era a veces la rata de laboratorio, obediente y servicial. Otras, estoico y desafiante como los árboles de los parques. De las dos formas, su aura llena de arrogancias le provocaba partirle la boca de un puñetazo.

La perfidia de la sarraceniaWhere stories live. Discover now