1. 𝙼𝚒𝚜 𝚕𝚒𝚋𝚛𝚘𝚜 𝚗𝚘 𝚖𝚒𝚎𝚗𝚝𝚎𝚗

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𝚁𝚎𝚡𝚏𝚘𝚛𝚍 — 𝙼𝚘𝚗𝚝𝚊𝚗𝚊

Ziel

En Rexford, Montana, condado de Lincoln, no hay nada interesante. No porque lo diga yo, sino porque cualquiera que haya pasado por aquí en los últimos años te lo puede confirmar, ya sea mediante fotografías, vídeos o por la propia palabra. No hay nada. A duras penas superamos los cien habitantes desde hace cincuenta años, donde el número sube y baja; rara vez se queda demasiados años estancado. Lejos de lo que la gente puede decir, no todo es malo en este lugar: Es un lugar tranquilo y natural, donde todo está plagado de árboles y el pueblo más cercano está a doce minutos en coche; Eureka. La temperatura es parcialmente agradable, donde las lluvias son generosas, el calor no te asfixia salvo por la humedad y la nieve no es tan molesta como ocurre en otros estados. La gente, por lo general es amable y todo el mundo se conoce de una forma u otra; salvo a mí, que nadie me recuerda.

Rexford está bien, si quieres ser un ermitaño. 

No exagero cuando digo que no hay nada: No hay iglesias, tiendas de comida, colegios o institutos —tampoco universidad—, mecánico, estación de bomberos... Entonces, ¿qué tenemos aquí? Un casino, una playa pequeña (si se le puede llamar así) y un puñado de lugares para acampar. Ya está. 

¿Quieres comprar tu comida? Vete a Eureka.

¿Quieres ir a un museo? Vete a Eureka.

¿Quieres estudiar algo? Vete a Eureka.

Así hasta el infinito, donde prácticamente cualquier excusa te envía a ese lugar tan poblado y activo.

A Rexford sólo vienes por tres razones: Para tener paz y desconectar del mundo, porque adoras el aire libre en todo su esplendor, o porque quieres privacidad. Y yo entro en todas esas razones, quitando con la curiosidad de que nací aquí, crecí durante mis primeros años y después pasé unos cuantos años más en Nueva York con mis padres. Después murieron y tuve que volver solo con mis medios, los cuales no son precisamente muy convencionales a decir verdad.

Pero vamos a dejar la cháchara y metámonos en mi historia.


El Sol de la mañana del lunes se cuela por la ventana que da a mi habitación, al mismo tiempo que el despertador suena. Odio su sonido, es demasiado chirriante y me gustaría quedarme más tiempo en la cama pese a qué, en el fondo, sé que no debo de hacerlo. Mientras me desperezo, mis ojos verdes se dirigen directamente hacia las pajareras que tengo colgadas por toda la habitación. Son mi posesión más preciada, al igual que esta casa, pues siempre han venido conmigo de aventuras por muy raro que suene. 

Papá creó la primera para mí cuando era niño y me contó una historia familiar, aunque realmente no puedo recordarla. Con los años el recuerdo de mis padres se desvanece como los retazos de un sueño al despertar y, aunque me duela, lo único que tengo para recordarlos en mi día a día son un puñado de fotografías viejas. Quizá no son la gran cosa para la gente, sobre todo si tenemos en cuenta que desde hace unos años ingresaron a la sociedad las cámaras de vídeo, pero no me gustan. Tengo la sensación de que el sentimentalismo, a diferencia de las fotos, no es el mismo por mucho que la gente intente convencerme de lo contrario.

—Nuevo día —susurré en cuanto salí de la cama. Podía sentir el frío suelo de madera en las plantas de mis pies, estremeciéndome durante unos segundos, y luego dando mis primeros pasos hacia las pequeñas casitas de madera—. Nueva oportunidad, ¿verdad, amigos?

La historia es la misma de siempre cuando alguien relativamente nuevo —aunque no sea así— llega a un pueblo pequeño: La gente tiene curiosidad por saber quién eres, de dónde vienes, qué haces ahí y un montón de preguntas más que no merecen ser respondidas. No soy grosero, sólo me aburre repetir siempre las mismas frases manidas de siempre cuando me marcho y, a los pocos años, vuelvo. Siempre vuelvo a mis raíces, como si este lugar me llamara y me obligara a quedarme para que algo ocurriera en algún lugar. Esperándome. 

𝓩 i e l [También en Inkitt]Where stories live. Discover now