Érase una vez

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Érase una vez una diosa que siempre soñó con el amor de una mortal.

Tal era su anhelo que un día decidió escapar de su mundo y mudarse a la tierra de los mortales. Se escondió en una montaña que siempre estaba vestida de verde y miró que a sus pies, descansaba la casa de esa mortal con vientre hinchado que siempre rezaba a su nombre.

Rogaba a cualquiera que estuviera escuchando por que su marido nunca la encontrara.

Al llamado de protección, la diosa se vistió en esas pieles mortales y se presentó ante la mujer. Fue difícil hacer que la mortal confiara en ella, pero al final lo consiguió, mostrándole su magia y prometiéndole que si algún peligro venía alguna vez por ella, iba a cuidarla.

La diosa estaba fascinada con su mortal y la vida dentro de ella, no dormía, siempre la observaba. Cuidando sus sueños y guardando sus sonrisas. Su vientre se hacía cada vez más grande y podían sentir la vida dentro de él moverse.

—¿Cuál va a ser su nombre? —preguntó la diosa un día.

—No lo sé...—suspiró la mortal—. Quiero que sea hermoso, que no cualquiera pueda pronunciarlo.

La diosa pensó en miles de nombres incomprensibles por los mortales, tan hermosos que el solo pronunciarlos los haría sentir indignos.

Más tarde ese día el bebé nació.

De piel rosada y cabello oscuro como el de su madre.

La mujer meció al bebé en sus brazos y cuando el pequeño abrió sus ojos miró a la diosa.

—Ella va a cuidarte, mi amor. Aunque sea fría cuando la toques, siempre va a cuidar de ti.

—Siempre —prometió.

Cuando la noche cayó y sus corazones mortales se durmieron. La diosa recibió un llamado de sus hermanos, ya sabían en donde estaba y lo que había hecho. Tuvo que regresar con ellos para enfrentarlos y suplicarles que la dejaran quedarse en esa montaña.

Ya lo habían hecho antes. Uno de sus hermanos menores había hecho algo innombrable, así que los mayores decidieron condenarlo a una playa en la tierra mortal como castigo. Para siempre. Residiría allí solo y si obligaba a alguien alguna vez a quedarse con él, entonces moriría como castigo.

Sus hermanos la escucharon y la ataron a la montaña, con la condición de que sería para siempre, irreversible.

La diosa aceptó con lágrimas de alivio.

Iba a quedarse con sus mortales, vería crecer a ese bebé y lo cuidaría, para siempre.

Cuando regresó a los pies de la montaña, ya había amanecido. Escuchó ruido en el interior de la casa, pero otra cosa llamó su atención. Había unos bultos cerca del río. Se acercó y con absoluto horror se dio cuenta de que lo que veía era tan insoportable que no pudo permanecer de pie.

Eran dos cuerpos. El de la madre estaba boca abajo, lleno de sangre en la espalda. El cuerpo más pequeño, había sido ahogado, pero seguía junto al de la madre, su piel desnuda contra las piedras agresivas del río.

Alguien salió de la casa, era un hombre con un saco en su espalda. Había estado tomando las cosas de valor.

En ese instante la diosa sintió tanto que se olvidó de quien era. Ella se convirtió en otra cosa. En el frío más absoluto. En aquello que era innombrable para los mortales. Algo desconocido y roto.

Ese algo se comió la montaña entera y la tierra que había más allá. Ese dolor lo congeló todo de forma incorregible.

Y entonces, mucho tiempo después, un bebé lloró abandonado a las orillas del río.

Fue cuando la diosa abrió sus ojos de nuevo. 

El señor de las criaturas de hieloWhere stories live. Discover now