Capítulo 30

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No recordaba cuando había sucedido, quizás no se trataba de eso, quizás no existía una fecha, ni un momento, ni un instante. Porque quizás Kazliar ya venía cosido en su interior desde mucho antes, cuando la existencia de ambos era apenas una partícula de posibilidad en el viento. Y lo quería tanto.

Le había recitado un poema una vez, uno que se había vuelto su favorito y su pesadilla.

«Y esta doncella vivía sin otro pensamiento que amarme y ser amada por mí...».

Annabel Lee.

Cuando Kazliar y ella crecieron, él dejó de recitárselo, dejó de gustarle, porque se dio cuenta de lo grave que podía ser la muerte, de lo que significa. Ella tampoco volvió a pedírselo, pero lo leía, cada noche, como si leyera una condena.

«Los ángeles, descontentos en el cielo, nos envidiaron a ella y a mí...».

Era una historia de amor donde la doncella moría dejando solo a su más grande amor.

A ella no le asustaba la muerte, no le asustaba ser llamada como una mujer que había muerto. No tenía miedo porque esto no se sentía así, se sentía distinto.

Cuando terminó de leer se preguntó qué pasaría si la muerte en lugar de llevársela, la poseyera.

Se estremeció ante ese pensamiento, la aterraba, pero no podía dejarlo pasar, porque algunas veces tenía esos pensamientos obsesivos que parecían no pertenecerle.

«Tráelo. Más cerca. Tráelo a mí».

Annabel soñó con ángeles que no eran ángeles, soñó con una envidia que trascendía lo conocido, también soñó con la muerte, vistiendo la piel de una mujer de piel perlada, como la de ella, de ojos grandes y azules, como los de ella, con una belleza desgarradora, como la de ella.

Canturriaba: «...un amor que era más que amor...». Burlándose. Aullando de risa pretenciosa.

«No vas a tocarlo», pensó, «Porque él es mío desde mucho antes de que lo quisieras tuyo».

Y si esa cosa vivía en ella, entonces iba a mantenerla fuera de su alcance.

Donde estaba cosido Kazliar era un lugar puro, nadie había mirado nunca allí, ni siquiera ella misma, por mucho tiempo, había dejado de mirar cuando había comenzado a doler. Quería olvidar que estaba allí, pero no por eso permitiría que otra persona se acercara, eso era intocable, preciado, un secreto. Era su alma, que aunque estuviera un poco dañada, no iba a dejar que tocaran sus trozos.

Por más estropeada que estuviera, era de ella y solo de ella.

Y nadie tocaba a los suyos.

*****

La noche con Wallas había sido un bálsamo, siempre era así, charlaban, bromeaban, veían series en internet y al final dormían uno junto al otro, acurrucados, Wallas en su forma animal y ella tocando su piel escamosa.

Se había acostumbrado a eso, las escamas, las garras, los picos de sus alas, ya no temía aplastarlo, había aprendido a moverse con cuidado y en la mañana descubría que era Wallas quien la aplastaba a ella, totalmente dormido sobre su estómago.

Así los encontró Debbie la mañana siguiente.

—¡Wallas! —riñó escandalizada la mujer—. Estás aplastando a la pobre Annabel.

El chico se dejó caer sobre la cama patas arriba, volviendo a dormirse.

—No te preocupes, Debbie —se rió Annabel—. No me molesta.

El señor de las criaturas de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora