Capítulo 29

769 172 28
                                    

Estaba soñando que estaba en el bosque, corriendo, pero no huía. Reía, aullaba, vociferaba. La acompañaban esos borrones blancos que aullaban como salvajes con ella. Pero entonces el escenario cambió y estaba en una vieja casa, podía escuchar la madera rechinar bajo sus pies descalzos.

—Tenemos que irnos —dijo alguien, Annabel no pudo ver de quien se trataba.

—¿Y Wallas? —preguntó, porque él siempre estaba con ella, si tenía que irse entonces él debía venir con ella también.

—Tenemos que irnos —repitieron.

Estaban tirando de su brazo, llevándola a través de la casa oscura. El corazón se le lleno de ansiedad, no había tiempo, pero no solo Wallas estaba allí, sino también Kaz.

Clavó los pies el suelo, tropezándose, había demasiadas puertas en los pasillos.

—¿Dónde está, Kaz? —jadeó, la casa parecía estar desvaneciéndose—. ¡Kazliar!

—Tenemos que irnos —dijo, una voz parecida a la de ella—. Tenemos que irnos.

Annabel peleó contra una puerta, intentando abrirla.

—Wallas —llamó—. ¡Wallas!

Nadie respondía. Ella estaba sola, siendo empujada, obligada a dejarlos.

—Tenemos que irnos.

Y esa era su voz diciéndolo.

Entonces abrió sus ojos.

*****

El reloj no había sonado, iba a llegar tarde al primer día de su último año en el instituto. Desde el año pasado sus padres ya no la despertaban, ella les había pedido dejar de hacerlo, ya estaba lo suficientemente grandecita para hacerlo ella misma. Annabel resopló, deseando regresar el tiempo y retractarse de sus palabras.

Tomó su bolso, su teléfono y bajó corriendo a la cocina. Tenía un montón de mensajes de Wallas, estaba esperando que ella le respondiera para ir a buscarla.

"VEN POR MÍ AHORA, ME QUEDÉ DORMIDA". Fue lo que escribió.

Se detuvo frente a la cocina abrupta, oliéndolo, sintiendo su magia indagando cerca de ella, percatándose de su presencia.

Kazliar estaba de espaldas, tenía la mala costumbre de tomar agua directamente de la jarra y su madre lo reñía todo el tiempo, era por eso que solo lo hacía cuando ellos no estaban, como lo estaba haciendo en ese momento.

—Kaz —balbuceó ella, sonriendo.

Estaba todavía en pijama, lo que quería decir que había regresado tarde en la noche. Su padre le había enviado a pasar unos días en los islotes para que vigilara a los Frezz más salvajes.

Dejó la jarra de agua en el refrigerador y se limpió la boca con el dorso de la mano antes de girarse hacia ella. Annabel ya estaba acercándose para abrazarlo.

Era inevitable, siempre lo era.

Ellos se separaban constantemente, era un acuerdo nunca hablado, pero mutuo. Sin embargo, cada vez que volvía a verlo había fuegos artificiales bajo su piel. Lo extrañaba, todo el tiempo, como sabía que él la extrañaba a ella.

Kaz la recibió con la misma necesidad.

—Pensé que ya te habías ido —dijo. Casi quejándose, Annabel se había dado cuenta de que también se evitaban.

—Mi alarma no sonó —gruñó, besándole la mejilla y alejándose.

—¿Quieres que te lleve? —ofreció, sus ojos grises estaban despejados, brillantes, hermosos.

El señor de las criaturas de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora