La perfidia de la sarracenia

By AnyaJulchen

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Sin familia ni amigos en un país desconocido, Sung despierta de un secuestro en la habitación secreta de un d... More

Advertencia de contenido
La primera y la última vez
Visitas por la mañana
Llegadas por la noche
La visiones de la guerra
Primeras veces
A mano
Descubrimientos de primer orden
Manos que se ayudan
Borrones de tinta
Tensiones fuera de serie
Tensiones fuera de serie II
Dimensiones de la mentira I
Dimensiones de la mentira II
Dimensiones de la mentira III
Mudanza I
Mudanza II
Clientes I
Clientes II
Ellos I
Ellos II
Conspiración I
Conspiración II
Razones I
Razones II
Compromisos I
Compromisos II
Consecuencias de las acciones I
Consecuencias de las acciones II
Fallos en el plan I
Fallos en el plan II
Rarezas I
Rarezas II
Investigación I
Investigación II
Lobo en piel de oveja II
Giro de tuerca I
Giro de tuerca II
Doble cuchilla I
Doble cuchilla II
El pago a Judas I
El pago a Judas II
La verdad tras la máscara
Epílogo
Agradecimientos

Lobo en piel de oveja I

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By AnyaJulchen

Tres días atrás, la verdad salió a la luz en las paredes de los confines de Bianco. Los gusanos que llevaban casi dos años carcomiendo el piso de ese edificio cedieron a sus propias preguntas, arrojándole a sus interiores llenos de vidrios rotos. La destrucción era el único resultado de su encuentro, el resto de sus vidas a punto de volcarse en un punto incapaz de ser detenido. El vidente se preparó para la cascada de las visiones, no así el detrimento a su propio cuerpo a medida que las horas pasaban entre una y otra.

Las imágenes en su cerebro eran tan vívidas como lo eran sanguinarias. Desde fallecimientos naturales a las imaginaciones más enfermizas de personajes enfermos, el color de la sangre era el principal de la paleta de colores. Todo aquel que cruzó sus pasos, en la calle de Tai Poh o en el barrio de su infancia, conoció su final en los fotogramas de sus sueños.

En la mañana, la boca seca y el dolor de los músculos de su rostro eran todo lo que quedaba de sus horas y horas conversando con la muerte. Jano no se contuvo por piedad o por la salud de su receptáculo, ocupándose de que sus horas de descanso solo fueran funciones de cines.

Los momentos de baño, de alimentación, estaban manchadas por el aroma de los wontones y la humedad de las paredes de ese departamento en los alrededores del centro. Incienso, perfume, velones, nada alcanzaba a eliminar la fragancia de la muerte. Sin importar cuanto restregara las superficies con cloro, la fritanga se pegaba hasta sus cabellos. Jano se encontraba tan cerca que, en la oscuridad de sus cuartos, su mirada lo seguía en su constante andar y acariciaba su cuerpo al echarse en el sofá.

Cada día, aún así, Sung se sentaba en la mesa del comedor tras arreglarse y pintarse como si esperara a un invitado de honor. En dirección a la puerta, los signos de desmejora ocultos tras un cuidadoso maquillaje. Sus labios rojos, su pelo en un moño decorado en un tocado, su kimono una de las últimas compras de Dalmacio. Quieto, su apariencia era igual a la de una hermosa pintura de las. Las noches sin dormir comían su cerebro, tazas de té única gasolina de sus neuronas.

A la espera ese tercer día, Sung dormitaba con las manos cruzadas frente a una taza de té. Los vendajes estaban ocultos tras las mangas. En cuanto se pillaba a punto de dormir, se erguía en el asiento y fijaba su atención en alguna de las muchas manchas de humedad en las paredes. Daba un sorbo a su té, amargo y frío tras varias horas en esa dinámica.

En los días anteriores, solo se levantaba cuando el sol se ocultaba tras la montaña de edificios y la oscuridad se posaba entre los rincones de su morada. Se levaba la cara, doblaba sus prendas y se quitaba los accesorios del tocado con cuidada lentitud. Luego veía repeticiones de películas hasta que su cuerpo no podía más y caía dormido a la función de esa noche.

Mientras cabeceaba de nuevo, ya a punto de dormirse, el rumor del seguro de la puerta lo sacó de sus ensoñaciones. En cuanto la puerta chilló en sus goznes, el aire se llenó del aroma al aceite reciclado en la cocina varias veces. Sung cerró los puños, aspirando y suspirando en largos alientos. Temblaba, pero se mantuvo firme en su falsa tranquilidad.

Michel sonreía en el rellano, mano derecha todavía en el picaporte. Su cabello estaba perfectamente peinado. Traje, camisa y zapatos pulcros, casi nuevos. Llevaba un abrigo en los hombros, tan negro como el aceite de sus ojos. En la mano izquierda llevaba un ramo de dalias rojas recién cortadas, gotas de agua como diminutos diamantes en los pétalos.

Del departamento de Bianco llegaba el rumor de una opera. El vidente frunció el ceño, ¿qué tan alto estaba la música?

—Buenas tardes, querido Sung.

—Buenas tardes, Michel.

El mafioso colgó su chaqueta, cerró muy lento a su espalda y dejó el ramo en la mesa. Se sentó para buscar los anillos en sus bolsillos. El oro brilló al colocarlos uno a uno en casi todos los dedos, menos en el pulgar de cada mano. Frente a Sung, probó cerrar y abrir los puños.

Satisfecho, hizo un gesto al vidente en dirección a la sala mientras se abría la corbata y la doblaba en un diminuto bulto. Dio un par de golpecitos en su hombro más cercano.

—¿Por qué no nos movemos a la sala? Sería una lástima arruinar tan fina alfombra.

Sung parpadeó, la visión llenándose de sombras y de luces. Escuchó su propia respiración, los latidos tragándose el canto de los vehículos y del tamborileo de Michel en la madera. No sentía los dedos, solo el cosquilleo de su propia sangre en las venas deslizándose en un ciclo bajo las uñas.

En el siguiente segundo, en cámara lenta, Sung vio su brazo estirándose y tomar el ramo de flores. Al tiempo, fuera del túnel de la visión, Michel inició sus pasos en el baile y lanzó el primer puñetazo al perfil del vidente.

El momento en que esquivó el frío de los anillos, el tiempo volvió a iniciar. Sung soltó un alarido al utilizar las flores como una especie de espada frente a los golpes. Los impactos tiraban hojas, espinas y agua impactándole el rostro. Al deshacerse, el vidente tomó cualquier objeto cercano. La taza terminó también en la cabeza de Michel, a su vez la tetera. Sin embargo, ninguno de los golpes logró arrancar la furia de ese ser.

Sung intentó correr, ocultarse y esconderse detrás de alguno de los muebles. Sin embargo, Michel lo agarró de la muñeca y lo haló a su lado. Su expresión llena de furia goteaba té. Presionó las mangas sobre las heridas, arrancándole un grito tembloroso en pavor.

La primer cachetada causó estragos en el rostro del vidente. La mejilla, la nariz y el ojo derecho pronto enrojecieron, el dolor pulsante agregado a su cansancio. Escupió, el sabor del hierro provocándole mareos.

Michel subió su presión a su cuello, apretándole suficiente para mantenerlo en puntillas sin cortarle la respiración. Todavía. Se inclinó junto a su oído, susurrándole.

—... Niñato malagradecido... —No gritó, ni siquiera subió la voz un nivel más allá de lo normal, pero sus palabras estaban teñidas de ácido—. ¿Qué haces hablando de temas fuera de tu área de comprensión? Mm... ¿Qué otras cosas les han dicho a Shin? ¿A Bianco? Esos días con mi padre... ¿Te gustó cuando te follaba y por eso le dijiste mis secretos?

Cerró la garra que era su mano antes de unir la otra sobre el delicado cuello, los anillos clavándose en la piel junto a la fuerza de sus músculos. El vidente perdió el piso. Sung trató de zafarse a arañazos en los brazos, pero la debilidad tras meses de encierro, el maltrato físico y la autoflagelación cobraron su parte. Los ojos se le llenaron de lágrimas, abiertos al máximo, mientras sus pulmones comenzaban a convulsionar por la falta de oxígeno.

Sung pateó en el aire, intentando alegar a la parte familiar de su corazón. Clavó las uñas en una de las muñecas, el mundo a punto de desvanecerse en la nube de oscuridad de la inconsciencia.

—Yo... No...

—¡Cállate!

Michel lo arrojó a la mesa sin soltarlo, el impacto de la madera en su espalda y la cabeza terminándole de arrancar cualquier tipo de energía. Sus mejillas estaban húmedas por el agua de las flores y sus lágrimas, rosadas por el maquillaje sin correrse aún.

El mafioso lo observó unos segundos. De pie sobre Sung, las manchas del té crecían en la blancura de su camisa. Sus rasgos estaban afilados, su parecido con la mujer en la fotografía claro. Aún así, la tortura no había sido suficiente. Sin encontrar lo que esperaba para satisfacer sus necesidades, liberó la presión de su tráquea y se alejó unos pasos hasta apoyarse en la encimera.

Michel jadeaba por la fuerza de las emociones, testigo de las toses y el llanto aterrado de su víctima. El mafioso se apartó los cabellos húmedos en un intento de recuperar su imagen de control, quitándose los trozos de cerámica de las arrugas del traje y los recovecos de los mechones.

Tras unos segundos más, tiempo que aprovechó Sung para romperse en balbuceos sin sentido. Michel logró recuperar el suficiente aliento para apoyar su peso sobre sus pies. Se acercó, agarrándole del tocado y jalándolo atrás. El alarido de dolor no lo inmutó, menos el intento del joven de separarse entre patadas débiles.

Michel jaló y empujó la cabeza a la mesa un par de veces, la embestida de frente contra madera interrupciones secas entre ruegos. Metió la mano entre sus piernas para separarlas aún más, asegurándose de que mantuviera las caderas arriba en todo momento.

Se colocó entre ellas.

—¿Te gustó conocer este lado mío, niñato? ¿Es suficiente? ¿O es que quieres más? —Delicado, soltó los cabellos del moño y dio dos pasos atrás. Arrojó las decoraciones a un lado, el tintineo junto a los sollozos graciosos para él—. Bueno, ya no tengo que fingir más en los siguientes meses. Ya sabes también de los micrófonos.... así que...

Michel levantó una pierna atrás, fija su atención en medio de las piernas temblorosas. Amplió su sonrisa, impulsándose con la misma fuerza que un futbolista en el penal decisivo al impactar la entrepierna del vidente. El aullido entrecortado no se hizo esperar, así como los gritos desesperados en las siguientes patadas que Bianco escucharía de no ser por la música.

Sung se agitó por la debilidad y el dolor, sujetándose los órganos heridos mientras se aferraba para no caer al suelo. Incapaz de defenderse, solo gritó cuando Michel lo tomó de los hombros para girarlo y regalarle un puñetazo.

En lugar de dejarlo caer, Michel agarró su rostro y lo alzó al nivel de su propia cara.

—¿Prefieres esto? ¿Te gusta más que te trate así, Sung? —La saliva de sus palabras formaba una espuma la comisura de sus labios, lluvia en la máscara de bultos entre rojos y amarillos que eran el rostro del joven.

Sin ver nada más que las estrellas, el vidente se dejó empujar al suelo. Michel era un gigante con el deseo de la sangre, sus anillos ahora bronce goteaban sobre la alfombra. Aún así, Sung intentó gatear a la salida con la sensación de un par de dientes sueltos en la cueva hinchada de su boca.

Michel dio un par de pasos, presionándole una de las manos con todo su peso. El sollozo de su víctima no le amedrantó. Más bien, se agachó a su altura para escupirle con una sonrisa de oreja a oreja.

—Debiste mantenerte siendo el niño bonito, el culo dulce que Bianco y yo necesitábamos. —Se puso de pie sin liberar los dedos, ocupado en extraer un pañuelo del bolsillo de su camisa y empezar a limpiar sus manos—. En darnos visiones...

Negó, su risa seca al atestiguar los intentos de Sung por liberarse. El vidente abría la boca, la sangre de la nariz y la boca resbalándole por la barbilla. Cerca de sus pies, una de sus muelas brillaba bajo las lámparas entre blancos y rojos. Michel negó, dejando caer el trapo sobre los rasgos de maquillaje corrido.

Se inclinó a tomar su barbilla mientras clavaba sus uñas, levantándolo en sus rodillas para acercarlo.

—Limpiáte —susurró en el espacio de su pasado—. Incluso recién golpeado, eres muy hermoso... Antes de matarte, daré uso de ese precioso cuerpo por los viejos tiempos.

La hinchazón de sus ojos impedía a Sung contemplar su expresión, pero podía imaginarse bien la excitación de sus rasgos. Sin luchar ya, dejó que Michel lo acercara a sus labios y aguardó el beso de la muerte como la antesala a la libertad.

Dios o Diablo, el temblor que lo salvó no tenía un claro origen. Lo que sí recordó de ese momento fue el movimiento de la totalidad de la habitación, el impacto de los objetos al caer de las estanterías y el sonido demoledor de una explosión que reventó las ventanas en una lluvia de vidrio sobre el piso.

A través del único ojo que todavía le abría, Sung vislumbró una columna de fuego en el lugar donde minutos antes existían varios rascacielos.


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