La perfidia de la sarracenia

Af AnyaJulchen

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Sin familia ni amigos en un país desconocido, Sung despierta de un secuestro en la habitación secreta de un d... Mere

Advertencia de contenido
La primera y la última vez
Visitas por la mañana
Llegadas por la noche
La visiones de la guerra
Primeras veces
A mano
Descubrimientos de primer orden
Manos que se ayudan
Borrones de tinta
Tensiones fuera de serie
Tensiones fuera de serie II
Dimensiones de la mentira I
Dimensiones de la mentira II
Dimensiones de la mentira III
Mudanza I
Mudanza II
Clientes I
Clientes II
Ellos I
Ellos II
Conspiración I
Conspiración II
Razones I
Razones II
Compromisos I
Compromisos II
Consecuencias de las acciones I
Consecuencias de las acciones II
Fallos en el plan I
Fallos en el plan II
Rarezas I
Investigación I
Investigación II
Lobo en piel de oveja I
Lobo en piel de oveja II
Giro de tuerca I
Giro de tuerca II
Doble cuchilla I
Doble cuchilla II
El pago a Judas I
El pago a Judas II
La verdad tras la máscara
Epílogo
Agradecimientos

Rarezas II

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Af AnyaJulchen

La concentración artística tenía una cierta ventaja, al menos para un criminal como Sung. En cuanto Michel perdió su interés en la presencia o los posibles halagos a su propia persona, el vidente chasqueó la lengua.

Llevaba allí al menos media hora, de pie en medio sin encontrar otro taburete en el cual sentarse. Caminó de un lado a otro en el sitio, acercándose a los dibujos de las paredes para revisar las posibilidades que tienen los círculos.

Sung no encontró ninguno de los dibujos alentadores o experimentales. En ellos solo percibía cierto horror en la superficie. En los colores pálidos sentía los círculos como ojos sobre ellos, en los oscuros la tristeza del hombre que dibujaba. De haber sido otras circunstancias, la sensibilidad le habría provocado abrazar y de acariciar el alma de Michel.

Sin embargo, el vidente solo veía en esos trazos los mundos violentos de sus últimos meses. Leía en el pulso los golpes de Bianco, los ataques de los hombres agarrándole y zarandeándole en la cama. Tocó uno de los círculos, sus dedos deslizándose sobre la textura rugosa del material.

Círculos, como sus traumas y como las visiones de Jano. Quizás por ello se llevaban tan bien con Michel, su propia vida una muestra de que el mal y el bien eran solo una pareja que bailaba a su propio ritmo. Su madre, su padre, sus amigos y su propio futuro. Círculos, círculos y círculos d desgracia.

El mafioso solo movió el carboncillo y creó un nuevo torbellino en el lienzo. Su dedos ya estaban en varios tonos de gris, su espalda encorvada sobre sí mismo al detenerse unos segundos para observar el proceso de su propia obra. No escuchó los psst de Sung ni su nombre en sus labios.

—Michel, Michel... Desgraciado... Hijo de puta.

Al no obtener respuesta a sus insultos, quizás el ligero ladeo de cabeza de escuchar el propio nombre, pero nada más al respecto. Sung se cruzó de brazos. Probó primero dar un paso atrás, luego otro más pronunciado. El piso bajo sus pies no rechinó, pero el chasquido de sus zapatos fue lo suficiente fuerte para alterar a cualquiera.

No así a Michel, el magos de los círculos y con cuadros en las paredes de otros artistas en igual desesperación. Pudo caer una bomba junto a los dos, la sangre de su propio cuerpo testigo final de su existencia. El vidente se acercó a la puerta, la abrió con cuidado suficiente para introducirse en la rendija y se escapó de la vigilancia del mafioso.

La luz lo cegó por completo, lastimándole como si mil agujas pincharan la carne de los glóbulos oculares. Parpadeó varias veces, el ardor ahora también en la coronilla y en el cerebelo hasta que logró enfocar el marco de las ventanas. Suspiró, acariciándose las sienes para que el dolor amainara. Al volver en sí, se giró en el pasillo en dirección al resto del departamento.

Libre al fin de las miradas de los círculos, se encontró con aquellos de los cuadros en las paredes. Tragó de forma sonora al empezar a andar. Ignoró los cuadros llenos de horror, acariciándose el bolsillo con las llaves robadas a Bianco ya muchos días atrás. Con esos hombres y mujeres en las pinturas como testigos, probó una a una las cerraduras del resto de las habitaciones.

A cada ruido, detenía el movimiento de su propia muñeca y se erguía, controlando su respiración para no tener un ataque de ansiedad. No era la llave de la habitación principal, tampoco de la zona de la lavandería ni de la terraza. En cuanto se le acabaron las puertas, regresó sobre sus pasos para probar su suerte en los cofres y las cerraduras de los cofres, los muebles y de los escritorios.

Solo cuando se rendía, lo hizo saltar el chasquido del escritorio frente al espejo de cuerpo entero. Era un mueble de roble, firme y con tres compartimientos. Dos de ellos sin cerradura, llenos de facturas antiguas y manchados de café. El tercero, delgado y apenas lo suficiente grande para contener un libro acostado de quinientas páginas.

Sung se puso de cuclillas, cubriéndose la boca para no gritar de la emoción. Echó las llaves en su bolsillo y deslizó el compartimiento, sus ojos abiertos en expectativa. En medio de la oscura superficie, un cuaderno negro esperaba a ser abierto. El vidente lo tomó, pasando las páginas con rapidez. La decepción también cayó sobre él, así como el hastío de una misión de poca recompensa.

Entre esas palabras no existía más que una serie de direcciones. Números de calles y códigos postales, nombres de sitios. Izquierdas y derechas. Delgado, no pesaba casi nada. Las líneas estaban aprovechadas, la letra de Michel elegante, pero tan apretada que Sung necesitó moverse a la cocina para descifrar los jeroglíficos de las frases.

Se sentó en el sofá tan nuevo que gemía a cada movimiento de su cuerpo. Examinó un par de páginas, regresó otras y llegó al final. Por su examen, Sung pronto entendió la lógica del cuaderno. Con su confusión se fue también el sueño de su aburrimiento. Entre sus manos, el cuaderno pareció arder y la sensación de peligro se volvió real amenaza en caso de ser descubierto.

El cuaderno podía dividirse en tres secciones: lista de cheques, listado de transferencias y listado de direcciones. A su vez, cada línea estaba escrita en cinco colores de tintas. Cada color representaba una sección. Por ejemplo, existía una panadería de verde en la calle 3 que enviaba cheques y recibía tres o cuatro transferencias a la semana. Abajo de este ítem, un casino azul en la calle 45. Luego amarillo, negro, rojo. Después, se volvía al verde en el sexto ítem.

En ese cuaderno, Michel llevaba el control de cada céntimo de sus objetivos y de sus amenazas. Sung frunció el ceño, preguntándose si Bianco llevaría otro igual o, como era de descuidado, solo los llevaba en su teléfono. O peor, en algún sitio electrónico fácil de rastrear en caso de ser atrapado.

El vidente se cruzó de piernas y apoyó el cuaderno sobre ellas. Se inclinó, aguantando la respiración a medida que deslizaba un dedo línea por línea, página por página. El crepitar de las hojas contrarrestaba con el silencio del departamento y su propios suspiros casi silenciosos. Los minutos se paralizaron a medida que se movía por los secretos de negocios.

Luego, el mundo volvió a su curso cuando sus uñas se detuvieron en los límites inferiores de la página. El cuaderno temblaba entre sus brazos.

«Shan Yuan García»

Los ojos de Sung siguieron las otras listas. No iba a soltar el rastro de su padre, tan cerca se encontraba ahora. Desde su captura hasta el rompimiento del compromiso de Shin, Michel había enviado dinero a un dirección no muy lejos de allí. Era justo frente al edificio donde tomaba las comidas con Shin.

Sung se quedó colgado en la falta de dinero extra. Su padre por eso se veía tan desmejorado en las fotografías de Bianco, su única posibilidad de comer el trabajo mal pagado de a horas o la caridad. Con la nueva perspectiva de Michel, ya no se sorprendía la manera en la que rompía sus propias promesas.

La boca se le secó por la sola idea de saber que su padre estaba en Tai Poh, en su mismo distrito, tan cerca que podría ayudarlo en un poco más. Leyó una y otra vez la dirección de su padre, asegurándose de que el nombre del edificio y del número de la calle se grabaran a fuego. Al escapar a la mafia de Shin, localizar el sitio exacto no sería difícil.

Al sentirse satisfecho, Sung se aseguró de que todo permaneciera como se encontró en primer lugar. Guardó el cuaderno, cerró el cerrojo y se dirigió otra vez frente a la puerta donde Michel debía estar en medio de su fiebre artística. Levantó la mano a la cerradura, dudó y volvió a bajarla. La única forma de que volviera a entrar a ese lugar sería por amenaza explícita de Michel.

Sung decidió irse a dormir a la habitación principal. Si Michel luego quería mantener relaciones sexuales, lo despertaría. Sino, le dejaría descansar sin miedo a despertar en pleno ataque.

El cuarto de Michel era la zona más cómoda. La cama llevaba poco uso, pero las sábanas estaban limpias y tenía un calefactor en la habitación. Se desnudó por completo, a punto de echarse cuando se fijó en las fotografías de los estantes. En ellos, Sung se fijó en la sonrisa inocente de Michel en su niñez. Toma colgándose en árboles detrás de Bianco, fotos de los dos niños corriendo por el campo de una finca.

En el sitio de honor, la toma de una mujer de largo cabello negro y el estómago hinchado por el embarazo. Detrás de ella, abrazándole por los hombros, un joven Dalmacio con una sonrisa feliz y tan amplia como no recordarla verla ni siquiera en las otras fotografías. Un escalofrío recorrió al vidente. La señora debía ser la madre del mafioso. Su ausencia en el resto de los cuadros solo tenía una explicación.

—Así que aquí estabas.

Michel lo veía desde la puerta, su sonrisa tranquila y suave mientras se limpiaba las manos llenas de negro.

Sung dejó el marco en su sitio, sonriendo algo cohibido al fijarse en su propia desnudez.

—Lo siento, me entró el sueño y no quería interrumpirte. —Se cruzó de brazos, sentándose en el borde de la cama. Hizo gesto de tomar su ropa, pero Michel lo detuvo y negó.

—Te voy a pasar una pijama. Solo colócate la ropa interior. Digo, si no quieres volver a tu sitio.

—Bianco a veces... Entra sin tocar por algo.

—Ah. Quédate aquí, entonces. Te irás en la cena.

Michel no preguntó más y buscó en el armario una camisa de dormir de cuadros. Lo ayudó a vestirse. Luego, se dirigió al baño, dejándolo recostado en la cama mientras se duchaba. Sung se ladeó en la cama. La camisa manchada llamó su atención, las marcas de los dedos formaban círculos en la blancura de la tela.

Era el mismo color y la locura de su pesadilla con Michel de ojos de muerto. Tragó al entender por qué la opresión de sus dibujos al entrar. No era reconocimiento de sentimientos, sino memoria de sus propias imaginaciones. El sudor empezó a caer por su frente, la respiración pesada lastimándole los pulmones. Sung se enfocó en la suavidad de las sábanas, pero el aroma a wontones y a colonia no calmó sus pensamientos.

El dolor tenía origen en su frente, en medio de su cerebro lleno de memorias y de visiones a futuros fallecimientos.

Pensó en Amatista, en la memoria de una visión que no se cumpliría. Existía una manera de romper los círculos de sus propios destinos. En caso de la mujer, la intervención de cuatro personas fue necesaria y, aún así, no estaban seguros de que el bebé alcanzaría el año de vida. Sung podría ver mañana a la muerte llevándose el aliento de la criatura. O un asesino entrando a vengarse por los trabajos de la mafia.

Círculos en ese infinito continuo, donde la muerte siempre podía llevarse a la persona. Cerró los ojos, cubriéndose el rostro con ambas manos para calmar sus propios pensamientos. No, debía aceptar que, si el bebé existía después de la fecha en el calendario, la rueda del destino de Amatista había cambiado.

Parpadeó, el agua de la ducha alianza a la realidad. Se aferró a esa idea, a que él podría evadir su muerte prematura. Luego de rescatar a su padre el temor se desvanecería, un poco más. Primero debía asegurarse de que las circunstancias alrededor de Bianco se cumplieran y, por supuesto, también aquellas sobre Dalmacio. Cruzó los brazos sobre su pecho, reproduciendo las muertes de ambos una y otra vez hasta que el sueño alcanzó sus ojos.

El chillido de la llave marcó el final de la ducha. Tras unos segundos, Michel salió envuelto en una toalla mientras se secaba los cabellos. Sonrió en respuesta a su invitado.

—Descansa, pequeño. Mañana ya nos pondremos al día con los encargos.


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