La perfidia de la sarracenia

By AnyaJulchen

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Sin familia ni amigos en un país desconocido, Sung despierta de un secuestro en la habitación secreta de un d... More

Advertencia de contenido
La primera y la última vez
Visitas por la mañana
Llegadas por la noche
La visiones de la guerra
Primeras veces
A mano
Descubrimientos de primer orden
Manos que se ayudan
Borrones de tinta
Tensiones fuera de serie
Tensiones fuera de serie II
Dimensiones de la mentira I
Dimensiones de la mentira II
Dimensiones de la mentira III
Mudanza I
Mudanza II
Clientes II
Ellos I
Ellos II
Conspiración I
Conspiración II
Razones I
Razones II
Compromisos I
Compromisos II
Consecuencias de las acciones I
Consecuencias de las acciones II
Fallos en el plan I
Fallos en el plan II
Rarezas I
Rarezas II
Investigación I
Investigación II
Lobo en piel de oveja I
Lobo en piel de oveja II
Giro de tuerca I
Giro de tuerca II
Doble cuchilla I
Doble cuchilla II
El pago a Judas I
El pago a Judas II
La verdad tras la máscara
Epílogo
Agradecimientos

Clientes I

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By AnyaJulchen

Sung no contaba los días en mañanas, sino con clientes.

Muchas veces estaban aquellos como Hugo, los que buscaban solo alguien con quien hablar por una hora mientras tomaban algo de té. Eran sus preferidos, solitarios como él lo fue cuando su existencia significaba algo para alguien. Pagaban en billetes limpios, todavía algo manchados por la novedad de su tinta. Hombres y mujeres aburridos en su privilegio. Solía agregarlos en las páginas dedicadas a los almuerzos y los desayunos, la luz del sol bien alta cuando el último cerraba tras su espalda.

Luego, estaban aquellos como María. Ropas extravagantes, modales aprendidos en algún cursillo con cupón de descuento, teléfonos a cuarenta cuotas. Deseaban ser iguales a los clientes de la primera categoría, pero los dedos de la pobreza estaban tan clavados en su piel que a Sung bastaba una mirada para arrancarles los disfraces. Solían pedir una rebaja al escuchar el escandaloso precio de la sonrisa del joven, y pagaban sin parpadear ante la decepción del vidente.

Al menos, la mayoría no solía volver. En el futuro no valía la pena perder varias comidas o no tener dinero para la renta. Igual llegaría bien o malo fuera, ¿no? Con su desgraciada expresión por delante.

Por supuesto, ese tipo de opiniones solo se las podía permitir el primer grupo y el propio Sung, incapaz de percibir su propio futuro. El segundo conjunto lo sospechaba, sin dudas, pero era imposible saberlo cuando la desesperación tocaba la puerta y la esperanza de una visión correcta podría salvarlos. Ahora bien, el tercer grupo, del cual Sung prefería no tener el mínimo recuerdo, nunca lo logró entender bien.

La mayoría llegaba con dinero muy arrugado, oloroso a su propia ropa interior o cualquier hueco donde lograran ocultarlo. Las ropas manchadas de grasa, así como los cabellos algo desordenados y los bolsos antiguos, algunos rotos o llenos de tierra. El vidente los conocía bien, esos ojos llenos de ansias por una explicación del dolor de sus existencias. Sung no solía aceptarlos en su departamento sin un patrocinador de alguno de los otros grupos, pero aún así le encontraban con las mañas de las personas ahogadas en miseria.

Debía ser el rumor de las personas de los pisos inferiores, quizás incluso el propio instinto de saberse frente a alguien como él. Solían sujetar su brazo en un solo movimiento, deteniéndose de cualquier actividad. Se arrodillaban ante él, rogaban con el dinero estirados a sus manos. La vergüenza era algo que solía perderse primero en esa postura, aprendió pronto Sung, su lástima transformándose en pronto hastío.

«¡El niño Sol! ¡Tienes los ojos del niño Sol!» eran sus exclamaciones, el aroma a tabaco y a alcohol mareándole. El perfume de los míseros que hacían que el vidente se cubriera la nariz con un pañuelo de seda. Era la misma exclamación de esa extraña leyenda sobre un dios de ojos naranjas con capacidad para ver el futuro.

«¿Qué puedo hacer por ti, viejo?». Aún así, el vidente era magnánimo y lleno de buenas intenciones. Pese al desprecio que le causaba, dinero era dinero por donde se viera, quitándole el trozo de papel antes de que su cortesía se confundiera con buen corazón. La desgracia era una moneda de cambio que Sung también había aprendido a utilizar.

«¡Niño Sol!» decía la persona arrodillada en el suelo, mirándole desde abajo como si de un Buda se tratara. «¡Mi hija está muy enferma y necesita auxilio! ¡Por favor, deme una visión positiva sobre su nuevo tratamiento!»

Sung solía hacer una pausa, fingía interés mientras jugaba con el billete y luego sonreía en gesto grave, guardándose el pago con una sonrisa igual a la de los lobos. Sus ojos nunca brillaban, Jano también selectivo con su clientela.

«Tu hija se curará en los siguientes años si la llevas al país vecino. Veo un médico en su futuro. Sino, morirá en medio de dolores.» A lo que la persona desesperada solía agradecer, ríos de moco y lágrimas por sus mejillas. El corazón del vidente no se conmovía, solo su sonrisa se ampliaba.

«Si logra curarse, puedes venir a verme de nuevo. Por supuesto, por la cuota usual que pido a cada uno de mis clientes.» Y con eso concluía sus interacciones con los tipos de clientes, gastándose el sucio billete en máquinas de juego antes de volver a su frívola existencia.

En una de esas se encontraba cuando una sombra cubrió su figura acuclillada frente a la máquina de juguetes. Sung parpadeó al alzar la mirada, sus ojos se encontraron con la sonrisa tranquila de Dalmacio. El hombre siempre estaba envuelto en el aura de una persona acostumbrada a aplicar su voluntad. Gris, elegante, su violencia era más práctica que la de su sobrino e hijo.

—Sung, tus horas de diversión se acabaron hoy. Deberías estar trabajando en alguno de tus encargos. —Su sonrisa se amplió, las garras de sus manos pronto ayudaron al vidente a ponerse en pie y dieron suaves caricias en su espalda. Era un regaño sin consecuencia, el buen humor del hombre contagioso. Sung sintió escalofríos, su expresión imperturbable—. Aunque hoy te ves tan encantador, de verdad la ropa siempre te queda como un guante.

—Gracias, señor Dalmacio. —Sung no hizo gesto de alejarse, dejándose abrazar por la cintura y guiar al callejón más cercano, donde un vehículo negro los esperaba. Las luces cegaron al vidente, círculos negros bailaban todavía en su visión cuando se encontraron en el cómodo y temperado interior.

Sin esperar instrucciones, el vidente se sentó en el regazo del viejo. Apoyó su cabeza en su hombro, el fibroso cuerpo bajo el suyo suficiente advertencia para no intentar nada tonto. Dalmacio le sonrió con un gesto que se podría clasificar de dulzura. El jefe no era joven como los otros, era un viejo lobo que había sobrevivido en partes por suerte y en otras por habilidad. Debía tenerlo presente en cada momento.

Debía estar bien con Dios y con el Diablo, la dolorosa lección estaba más que tatuada en su piel. Se encogió en su sitio, el ronroneo del auto distrayéndolo de la dirección a la que iban. El apartamento estaba a unos solo pasos, así que al menos algo distinto iba a experimentar. Suspiró, enredándose en el cuerpo de Dalmacio.

El hombre besó la frente de Sung, apartándolo un mechón de la frente.

—Te llevaré a un bonito sitio, solo tú y yo. Mi sobrino es muy tonto, manteniéndote encerrado en medio de habitaciones y dándote solo pequeños premios. —Acarició su barbilla, besándole la nariz—. Yo puedo ofrecerte verdaderos premios al tamaño de tu aporte.

Desde hacía varias semanas, el toque de los hombres no conseguía irritarlo tanto como antes. Permaneció en su regazo, dejándose acariciar hasta que Dalmacio bajó la mano y la dejó en su rodilla. Sung empezó a jugar con los botones de la camisa de Dalmacio.

—¿Un sitio digno de mí?

—Lo que necesitamos es que interactúen directamente con los clientes, ¿no?

El vehículo de lujo no solo tenía los asientos más cómodos, también varios compartimentos para mantener las bebidas heladas, los bocadillos listos para comerlos. En uno de los asientos, Sung vio una caja que no tardó en identificar con la tienda donde Michel había adquirido tantos de sus propias ropas.

Dalmacio acarició su espalda, dejándole sentarse en el auto antes de servirse un vaso con un chorro de whisky. Sung parpadeó cuando la nevera mostró también distintos tipos de refrescos, de alcohol y de latas con sabores muy extraños. Hizo un gesto a Sung, ofreciéndole, pero él solo señaló una de las botellas de agua en la nevera.

Dalmacio dio un sorbo a su vaso, su sonrisa lobuna al girarse otra vez a Sung.

—Hay una fiesta a la que me invitaron. Habrá muchas personas importantes, muchos secretos que tu habilidad podría extraer a la luz. —Suspiró, terminando el líquido antes de echar un par de dedos más. Sung también dio un sorbo a su lata de refresco de cereza. El azúcar tiñó sus labios de rosa, el azúcar brillaba en la piel.

—Muchos tiburones nadando juntos en un solo tanque podría ser tentador, señor Dalmacio. ¿Por qué no envía mejor a alguno de los chicos? —Sin esperar la indicación, Sung se movió en el asiento a la caja envuelta en papel tan bonito.

El hanfu de entre el papel de arroz era precioso, pero algo tosco. No iba con la época y el color era en exceso claro, imposible de usar en la noche. Sung no pudo evitar comparar la delicadeza del cuidado con la de Michel, quien nunca le hubiera dejado salir con algo menor a perfecto. Aún así, esperó a una de las detenidas del vehículo para cambiarse. Las atenciones de Dalmacio no le molestaban. Era un viejo verde asqueroso, por supuesto, mas los hombres no parecían ser de su especial interés.

Los ojos de Dalmacio estaban llenos de algo más que expectativa cuando Sung se giró otra vez a él. El vidente dejó de pensar, de sentir. Se limitó a esperar las instrucciones de ese ser que ahora era el dueño de su destino.

—Ven.

Aún así, la lujuria en su voz le causó escalofríos. Obedeció en silencio, los dedos ajenos pronto encontrarían su cuello y se cerrarían alrededor de su nuca. A esos hombres les daba lo mismo su cuerpo, o su género, mientras tuvieran un agujero en el cual acabar y manos para ser complacidos. Carne era carne en la boca de un glotón.

La malicia curvó sus labios al rozar sus dedos en la boca rosada. Se los llevó a su propia boca, probando el dulzor de la bebida. Rió por lo bajo antes de lamer la piel.

—El refresco amarga la dulzura de tu propia piel. —Sus toques luego bajaron a sus hombros, su torso y su cintura. Sung se encogió, estremeciéndose en su propia forma—. Desde ahora solo vas a beber algo fresco. No quiero que vuelvas a tomar nada con químicos, te arruina el exceso de azúcar.

Sung asintió sin rodar los ojos. Terminó de cerrarse bien la ropa, mirándole a los ojos sin cambiar la expresión de seriedad. El hombre no iba a tomarle en serio y de repente rompía a llorar de la nada. Lo que menos quería ahora era verse débil.

Dalmacio lo escaneó de arriba a abajo. Su sonrisa se amplió aún más, la misma mueca horrorosa que Bianco era tan feliz de colocar. El tiempo se detuvo entre ellos, ninguna voluntad sin sin ceder a la otra hasta que el vehículo se detuvo en el destino. El toquecito de la ventanilla les indicó bajar.

El vidente se tragó el coraje.

—Se hará lo que usted ordene, señor Dalmacio. —Giró la atención a la ventana—. ¿Nos vamos?

Dalmacio soltó un bufido antes de levantarse a la puerta y abrirla.

—Vamos, después de mí.

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