La perfidia de la sarracenia

By AnyaJulchen

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Sin familia ni amigos en un país desconocido, Sung despierta de un secuestro en la habitación secreta de un d... More

Advertencia de contenido
La primera y la última vez
Llegadas por la noche
La visiones de la guerra
Primeras veces
A mano
Descubrimientos de primer orden
Manos que se ayudan
Borrones de tinta
Tensiones fuera de serie
Tensiones fuera de serie II
Dimensiones de la mentira I
Dimensiones de la mentira II
Dimensiones de la mentira III
Mudanza I
Mudanza II
Clientes I
Clientes II
Ellos I
Ellos II
Conspiración I
Conspiración II
Razones I
Razones II
Compromisos I
Compromisos II
Consecuencias de las acciones I
Consecuencias de las acciones II
Fallos en el plan I
Fallos en el plan II
Rarezas I
Rarezas II
Investigación I
Investigación II
Lobo en piel de oveja I
Lobo en piel de oveja II
Giro de tuerca I
Giro de tuerca II
Doble cuchilla I
Doble cuchilla II
El pago a Judas I
El pago a Judas II
La verdad tras la máscara
Epílogo
Agradecimientos

Visitas por la mañana

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By AnyaJulchen

La temperatura subió junto al susurro del viento en las telas de la ventana, la mano cálida del amanecer acarició las paredes del edificio antes de invadir la habitación para tocarle el cuello y las entrañas, la pintura desconchada en varias zonas por la falta de mantenimiento. El sol iluminó primero las antenas y los nidos de las palomas en el techo, luego deslizó su halo sobre los recuadros, las formas de los barcos y de las pinturas de flores.

En unas horas más se levantaría en medio del sofoco, el pozo del sudor igual a una mancha en la colcha ya pegajosa por los días de uso. Abriría primero un ojo, espiaría el estado del decadente lugar y volvería a cerrarlo. Dependería del tipo de su sueño si soltaba un sollozo o si era un suspiro irritado por el agotamiento, pero siempre acababa igual cuando su corazón se calmaba. Se sentaba, exploraba su alrededor sin moverse y bostezaba, sus brazos estirados sobre su cabeza.

Inclinó la barbilla abajo, luego la izquierda y agudizó el oído. El viento movía las cortinas, los pasos del departamento superior eran cuestión de la madrugada. La música del televisor, los susurros de una conversación, también se encontraban ausentes en esa mañana. Debía encontrarse a solas en el departamento. O, y el pensamiento erizó los pelos de su cogote, durante la noche sus secuestradores se volvieron maniquís de sonrisas vacías, por completo paralizados a la espera de que él rompiera una de las reglas.

Acarició la piel erizada en escarpias, sus brazos helados, sus dedos agarrotados en puños de nudillos blancos. Cerró los ojos, la traquea ahogándose por el grito que contuvo, mejillas doliéndole por el mordisco que hizo sangre en la piel.

Se levantó para acariciar la pared de las pinturas. Quitó una de un payaso triste, los detalles de la pintura casi desvanecidos por el paso del tiempo y los colores dentro del borde de la pintura, formaban un rectángulo donde el prisionero dibujaba cuadrados cruzados por equis. Una línea por cada día. 238 líneas en cuarenta cuadros.

El recuadro se volvió una visión confusa en sus ojos llenos de lágrimas. Se mordió el labio inferior y succionó la sangre de las heridas en su carne.

—Otro día, otra pesadilla, Sung. Aquí el único maniquí eres tú, niño bonito. —Se dijo al tiempo que marcaba una nueva línea en su calendario sin números. Su mirada se mantuvo fija en el lugar de ese nuevo cuadrado completo hasta que se escondió de nuevo tras el cuadro—. ¿Qué haremos ahora, Sung, dime?

Su voz estaba rasposa, ajena a sí mismo. Era otra persona el Sung que se encontraba allí al joven que abandonó Venezuela en un avión a China. En el reflejo del vidrio, sus ojos naranjos brillaron pero, como siempre que se trataba de sí mismo, la imagen fue un pensamiento envuelto en una nube de confusión.

De todas formas, su propio futuro le daba igual. No necesitaba una ventana a su propio destino. Él se encargaría de manifestar su propio camino, de tomarlo con los dedos y aferrarse con todas sus fuerzas. Esa era la única manera de vivir la existencia, de conseguir lo que había venido a buscar. Las miserias no eran ajenas a su existencia. Un montón de tipos rudos no lo iban a quebrar.

—Vamos a ir al baño a mear y a cagar, bañarnos, lavar el baño y ordenar nuestro departamento de soltero. —En el espacio de tiempo que llevaba allí, su comunicación había evolucionado de gritos, de llantos a ruegos para llegar a una aguda indiferencia a la escasez y una obediencia reticente—. Luego veremos el programa de las palomas. He escuchado que los nuevos polluelos han aprendido a volar. Será una serie de emociones como una montaña rusa.

Su vida, por supuesto, no era tan sencilla.

En cuanto terminó de secar el piso manchado de óxido e iba en proceso de recoger la toalla ya olorosa a humedad, el click del seguro resonó igual a un disparo en el silencio.

La puerta principal todavía no tenía su tratamiento de aceite. Y el piso de esas habitaciones invisibles poseían un característico chirrido en el tatami lleno de moho. Su espalda se puso recta al instante, pronto apresurándose a dejar todo lo más ordenado posible. La ropa sucia en las bolsas para la lavandería, los trapos y papeles en las bolsas de basura negras. Se lavó las manos a consciencia antes de cerrar la puerta del lugar, correr a la habitación y ponerse a doblar, ordenar y colocar todos los objetos en la mejor postura.

La puerta de su mundo se abrió cuando tomaba el cepillo y el recogedor de polvo, dispuesto a acabar de arreglar el piso de piedra a medio hacer. Se quedó de cuclillas, fingiendo que proseguía pese a los pesados pasos y el aroma a huevos, a sopa recién hecha de alguno de los múltiples puestos de la calle. Gotas de agua caían al suelo desde su cabello húmedo. Nunca creyó llegar al punto de desear quedarse a solas otra vez para restregar el suelo hasta que le dolieron los brazos.

—Eh, eh. Deja las cosas, Cenicienta. Es hora de desayunar.

Su español tenía un acento europeo, portugués o italiano. Su cadencia era ligeramente cantarina, sus graves muy profundos y sus agudos muy dulces. Recordaba encontrar muy agradable su voz cuando la escuchó por primera vez cuando aún llevaba capucha. Igual a la voz de los cantantes de los festivales de vacaciones. Sin embargo, su alma desplegaba la crueldad de los niños al matar insectos cada vez que sus ojos se encontraban. Sus sonrisas una falsa trampa detrás de las que se escondían los más crueles divertimentos.

La paciencia era su trampa de mosca, los dulces segundos ilusión de un consentimiento que le hizo arder las cicatrices ocultas por las telas. Una oleada de cansancio se deslizó por su cuerpo como el agua de la ducha sobre él. Ese rubio de gran espalda y manos llenas de anillos era peor que un perro guardián.

El hombre soltó un bufido antes de cerrar tras de él, los seguros dobles y la cadena volviendo a aislar esa esquina del tiempo y del espacio que afectaba al mundo.

—¿Te volviste a joder la garganta gritando? Michel te ha pedido cuidarte. Cualquier medicamento será descontado de tu pago.

Sung vio el brillo de la llave caer en el bolsillo de su chaqueta por la periferia de su visión. Retomó la acción de fregado un momento más antes de sentarse sobre sus tobillos, parpadeó, girándose lo suficiente para enfrentar a su invitado de honor. Su cuello estaba húmedo aún por el baño, las ropas grandes en el cuerpo que no comía equilibrado desde hacía muchísimos meses. Era una rama seca sosteniendo el peso del mundo y recién despertado parecía a punto de romperse.

Acarició las duras cerdas del cepillo, restos de polvo metiéndose bajo sus uñas.

—Déjalo frente a la ventana. Tengo que terminar aquí, Bianco. No tengo sirvientes.

—Ah, así que has recordado como hablar. —Soltó una risotada, obediente al dejar la bandeja con congee, una tostada con mermelada, jugo de naranja aún oloroso a la fruta y un enorme omelette, trozos de champiñón y cebollín claros en la superficie. Su estómago ronroneó, pero Sung se mantuvo en su postura—. ¿No te gusta? Lo mandaron a hacer justo para ti.

El puchero de su rostro angelical, incluso de cabello rubio y de ojos verdes, no ablandó al chico. Era demasiado temprano para caer a los accesos de ira de ese hombre. Cambió su postura a una cruzada de piernas y arrojó su cepillo lejos de ellos. El golpe resonó como música para sus oídos. Le recordó que seguía vivo, que aún podía pelear por un nuevo día.

Bianco se limitó a enarcar una ceja. El prisionero era a veces la rata de laboratorio, obediente y servicial. Otras, estoico y desafiante como los árboles de los parques. De las dos formas, su aura llena de arrogancias le provocaba partirle la boca de un puñetazo.

Sung chasqueó la lengua, un cosquilleo por la forma en la que el rubio apretó los dientes. Si el jefe iría ese día, Bianco debería mantenerse a raya igual que un perro ante la orden de su dueño. Aún así, gruñó.

—¿Qué van a querer hoy? Pensé que la visión de hace unos días ya había cubierto mi cuota.

—Surgió algo. Michel se está encargando de ello... —Encogió los hombros, dándole la espalda para inspeccionar el lugar. Su atención se detuvo en la pintura del barco para enderezarlo—. Solo necesitamos un impulso más de tu mano. Anda, ve a cambiarte si aún no tienes hambre.

—Quiero algo de mi lista como recompensa. El trato es una visión por semana. —Soltó en voz tan alta que hizo su garganta doler, hinchada aún por los fallidos intentos de pedir ayuda a los inquilinos arriba y abajo que, sospechaba, formaban también parte de ese esquema.

Bianco colocó una mueca, alejándose de la pared. El corazón del prisionero estaba en su garganta, pero tuvo el cuidado de bajar la cabeza a las manos entrelazadas en su regazo. El hombre era un bruto de tomo y de lomo, su experiencia haciéndole demasiado peligroso tanto para cualquier gesto en exceso atento.

—Le damos dinero a tu papá para que no se muera de hambre en su hueco tercermundista. ¿Y vas a exigir más? —La gran forma del hombre se inclinó sobre él, su sombra cubría el sol todavía fuerte a esa hora.

—Ni siquiera sé si se lo están dando. ¿Acaso tienes los estados de cuentas?

El impacto de los anillos en su cara llegó tan rápido que su cerebro no tuvo tiempo de registrar el dolor en su nariz. Primero recibió el impacto del suelo contra su espalda y nuca, el gemido de sus músculos impidiéndole enfocar al ligero amarillo del techo, el sabor del hierro bajándole por la garganta y la barbilla. Tragó y tosió saliva roja. El frío de los metales dejó su marca ardiente en la zona alrededor de su nariz. Trató de aspirar, pero los escalofríos de sufrimiento lo hicieron jadear. Aspiró y espiró por la boca igual a un pez fuera del agua.

Se ladeó para abrazar su estómago, temblando aunque la temperatura no haría sino subir.

Bianco se agachó al nivel de su cabeza, su mano aún cerrada en un puño. Uno de los anillos tenía restos de piel y de sangre. La piel de su rostro era purpúrea, sus dientes apretados en una mueca sonriente que mostraba todos sus dientes.

—Cuenta tus bendiciones, vidente. No necesitas brazos ni piernas para hablar con tus amigos del futuro, ¿no? —Masculló con ese tono de presentador de televisión, el acento diluyendo las erres y afilando las eses. Bajó a un murmullo cantarin, sus dedos deslizándose entre las greñas recién desenredadas. Un escalofrío recorrió al joven—. Ahora sé un niño bueno y vístete para nuestros invitados. Es casi la hora.

Se puso en pie, su sonrisa igual al sol que caía sobre Tai Poh. El monstruo volvía a meter la cabeza en su cueva, sus ojos fríos a la espera de volver a atacar. Se alejó a la puerta que daba al baño.

—Por tu gran trabajo, te hemos traído nuevos regalos para que te diviertas unas horas. —El sonido de las bolsas plásticas al ser recogidas impulsó a Sung a sentarse sin soltarse el estómago, su figura aún temblorosa por la sensación del golpe.

No se tocó la cara ni derramó las lágrimas que llenaban sus ojos. Tendría tiempo luego, era lo único de lo que era rico por el momento.

Bianco caminó con los brazos llenos de basura, por completo ajeno al precio de su traje o el tiempo que pasó el chico al limpiar el piso. Dejó todo en la entrada, abriendo con la llave y sacando todo. Sin cerrar detrás de él, la puerta sin seguro y gritando a Sung, se lavó las manos en una zona que no existía.

Volvió a los minutos con un par de enormes cajas de grandes moños y de papel de regalo de Santa Claus. Una de ellas era larga, esbelta como el propio vidente. La otra era ancha como los hombros de Bianco. Primero dejó una, luego otra.

—Venga.

Sin esperar otra instrucción, Sung se acercó a la más pequeña de las cajas. Deshizo el nudo y rompió el papel con cierta impaciencia, la novedad algo extraño entre esas paredes. Levantó la caja, el aroma a ropa nueva llenándole de un escalofrío de placer. El papel de arroz resonó como hojas en otoño bajo sus pies, la tela negra y las flores rojas cosidas en hilo de oro mareándole.

La chaqueta del hanfu era el objeto más caro y delicado que alguna vez había sostenido entre las manos. De detalles de hojas doradas, los detalles de los pétalos y los pistilos recordaban a las noches de verano, luciérnagas de grandes ojos platas dando ilusión de movimiento por el baile de la tela. El pantalón era igual de precioso, luna atrapada en los faldones. Suspiró al dejar el traje a un lado e identificar nuevas ropas interiores para llevarlas bajo su nuevo uniforme de trabajo.

—Tenía un abuelo chino, pero no lo soy. Eso lo saben, ¿no? —El golpe no le curaría la lengua, eso notó Bianco, pero se había animado de tal manera por la belleza del hanfu que decidió ignorarlo.

Sin esperar a Sung, ya había abierto la otra caja y estaba en pleno proceso de armado.

—Michel siempre ha tenido una vena teatral. A mí no me digas nada, esa cosa ha costado más que toda la comida de un mes. —El espejo de cuerpo entero reflejó los rayos del sol en cuanto terminó de armarlo—. Te hará llegar más cosas, supongo. Tiene esta visión de lo que es un vidente...

Masculló algo en italiano, el joven sin escucharlo al observarse al fin en la superficie reflectante. Sus mejillas se colorearon en vergüenza. Su cabello negro era una maraña de puntas secas, su rostro estaba ceniciento e hinchado alrededor de su boca y nariz. Los ojos estaban hundidos en sus cuencas, los labios rotos, sin color. Bajo la camisa de dormir podía definir la forma de su clavícula y la profundidad de sus costillas.

—¿Desde cuando me veo así?

Bianco se asomó, su cabeza sin verse en la figura del espejo, casi el doble de alto del chico todavía en crecimiento.

—Ufff, de hace rato. Yo creo que por eso Michel ya no viene tanto. Odia los objetos feos.

El joven no dijo nada, dándole la espalda a los regalos para buscar lo que quedaban de sus cremas. Empezó a desnudarse sin prestar atención a la presencia contraria. Bianco giró la cabeza para repasar la figura de su cuerpo, marcas de golpes con su firma por toda la superficie.

—Agrega maquillaje a mi lista. Y mis cremas de tratamiento. Cuando salga de aquí quiero parecer vivo, no un muñeco que ha sido rescatado de un almacén abandonado.

Chasqueó la lengua, apartando la mirada. Se rascó los cabellos.

—Ya, ya. Haré llegar sus peticiones, majestad. Come algo antes de ponerte la ropa, eso sí. Costará una fortuna quitar la grasa.

—Hm.

Bianco cerró tras él, la figura semidesnuda removiéndose en su mente. Se relamió los labios y sonrió, encargándose de la basura mientras cantaba.

Sung terminaba de ajustarse el cinto de la túnica interior cuando los pasos regresaron, esta vez en pares. El nuevo invitado no hacía ruido en el suelo ni causaba estrépito al deslizarse por la antesala de su ilusión. Igual a una gacela con una pisada hecha para no levantar sospechas, casi podía vislumbrar los pies envueltos en calcetines tan blancos como lo eran caros. Los labios se le curvaron en una sonrisa pícara. Los odiaba a todos en ese maldito edificio, pero existían ciertas excepciones a su falta de tolerancia.

El susurro de su conversación no traspasaba las paredes, pero era evidente que hablaban sobre él.

Por ello, dándole la espalda a la puerta, se colocó la chaqueta en un gesto teatral. Se acomodó la tela alrededor, ajustándola de tal forma que el acabado final fuera más el de un chico rico que un prisionero de las ambiciones ajenas. Se atizó el cabello en su moño, repasó el ligero maquillaje para ocultar la máscara demacrada. En cuanto se escuchó el chasquido de la cerradura, Sung se giró sobre sí mismo y sonrió a sus invitados.

Bianco soltó una carcajada detrás del hombre-gacela-Michel. Este solo levantó ambas cejas, ladeó la cabeza y se cubrió los labios para disimular su sonrisa.

Los dos dejaron caer las bolsas y los paquetes de los recambios de Sung para esa semana, artículos de limpieza incluidos.

—Te damos una ropa linda y ya te crees un noble. Deberíamos vestirte como puta a ver qué haces. —El comentario del rubio llegó, el único signo de molestia en los oídos rojos del chico. Bianco presionó, deslizándose a suficiente distancia para rozar su espalda—. ¿Ah, es que te comieron la lengua los ratones? No estabas tan calladito en delante.

—Bianco. ¿Es por eso que tiene la nariz de ese color?

—Solo estábamos jugando, eh. —Sung se vio rodeado por sus brazos enormes, la violencia de esos músculos inerte en esos instantes—. ¿A que sí, pequeño? Dile cómo te caíste... Eh. Yo no tuve nada que ver en ello.

—Le diré al tío lo que hiciste. Ya estás advertido, suéltalo.

Al instante, la presión se desvaneció. Bianco bajó la cabeza y Sung creyó poder ver sus orejas caídas por el regaño. Controló la expresión para no sonreír con suficiencia. Ya se guardaría paladear la victoria a solas.

La sombra de los gritos apareció en la mente del vidente, su alegría viéndose opacada por el recuerdo de su propia estadía forzosa.

El mismo acento del primer hombre lo tenía el segundo, pero su tono no era ni la mitad de agradable. Era una voz más bien monótona, gruesa, de esas que utilizan las personas en los telediarios para entregar los últimos chismes. Podría escucharse aburrida, incluso poco reconocible, pero en contraste con la agresividad de las palabras de Bianco, ni una sola insolencia solía escapar de sus labios.

De él lo que se debían temer eran las miradas. Sus ojos negros eran chispeantes en la alegría, opacos en la furia, helados en la ejecución. Y la mezcla de todas ellas, primero una y luego la otra, solían estar dirigidas a Bianco en idéntica forma a esos momentos.

Michel chasqueó la lengua, sus melena perfectamente peinada atrás sin un solo pelo fuera de lugar. Traje pulcro, rostro libre de pelos o de manchas. No era guapo de la forma que lo era su primo, ya que su atractivo caía en el frío de su expresión y la inteligencia de su mirar. Uno de los lados de su boca subió en una sonrisa arrogante, su andar de animal peligroso al rodear a Sung, percibir cada esquina de su figura.

—Estás precioso, Sung. Mucho mejor que la última vez que te vi. —susurró en su nuca, su aliento cálido deslizándose por el cuello de sus capas. Sin intimidarse, acarició su cintura apenas con un roce de sus dedos, colgándose un instante en la forma del moño antes de volver a alejarse a una distancia respetuosa—. Si eres buen chico, te compraré unos más. Y vendré a hacerte compañía siempre que quieras.

Sung no dio muestras de su turbación, más el suspiro que escapó de su boca amplió la curva de la sonrisa contraria.

—Gracias por el regalo. Me gustaría usarlo siempre que deba realizar una visión. —Sentía la garganta seca, las manos sudorosas bajo las mangas llena de hermosos diseños—. Si es que no es molestia...

—Para nada, pequeño. Sería un placer para mí... ¿O quizás para ti?

La mente del joven se quedó por completo en blanco, su garganta cerrándose a cualquier sonido. Su corazón no dejaba de latir como loco.

El chasquido de una lengua lo hizo saltar en su sitio. Con el rostro arrebolado de sentimientos, giró apenas la cabeza en dirección a donde el rubio se mecía en la ventana.

—Ugh. ¿Pueden dejar de coquetear? Dijiste que teníamos prisa y ahora estás aquí casi follándotelo.

La expresión de Michel fue de completo desagrado. Con el ambiente roto, se alejó de Sung, dejando atrás una nube de fragancias ácidas como las mandarinas que tanto adoraba comer. Solo así pudo recuperar la respiración y enfocar otra vez su atención en la tarea frente a él.

Sin esperar instrucciones, se sentó en el cojín colocado por Bianco para él. Acarició la tela fría e igual a agua bajo sus dedos. Estaba helado y no era por la temperatura, ahora fresca por la cercanía del mediodía.

—No digas cosas tan asquerosas aunque tengas la razón. Menos frente a Sung. —Michel se arremangó el traje antes de acercarse a la pintura más grande de la pared y dejarla a un lado. Esta sí la conocía bien el chico, muchas veces la había visto en el colegio o en libros de historia venezolana. Fiesta en Caraballeda de Armando Reverón, una copia tan exacta que solo un experto podría distinguirla de la original. La fiesta de liberación, de despertar, de humanidad.

La ironía no se le escapaba y tampoco la apreciaba. No separó la mirada de ella cuando la apartaron a un lado. En el piso igual a basura, a Sung le dio la sensación de estar conectado de alguna manera con el autor y su mensaje. La belleza del arte estaba, después de todo, en los ojos que la veían.

Ajeno a sus elucubraciones, los primos seguían su discusión durante la limpieza a la ventana de doble visión que ocultaba Carabelleda. Del otro lado, según recordaba, el cuadro era un falso traslúcido de algún autor chino que vio en la televisión antes de que se la sacaran.

—¡Jah! Si es cierto que ha tenido visiones desde niño, cualquier cosa que salga de mi boca no se compara a lo que ha visto. ¿O me equivoco, enano?

—No respondas a nada de lo que te diga el engendro desagradable, Sung. Solo quiere molestar.

—Hey, que en unos años más seré tu jefe y también su dueño.

—Ugh, ni me lo recuerdes. Es un infortunio que seas el primer hijo del tío, nuestra rama será consumida por las otras familias en un pis pas.

Sung rodó los ojos antes de cerrarlos, sin querer ver más allá de las paredes ruinosas por el tiempo o la alfombra llena de colillas de cigarros. No quería escucharlos en su guerra absurda de dominación por un territorio que nunca fue de ellos. Quería alejarse, volar.

Las visiones lo evadían y lo harían mientras tratara de sacar algo de los sucesos por venir. Necesitaba a un personaje nuevo para que Jano se sintiera lo suficiente curioso de permitirle abrir las puertas del futuro.

Las presencias no se hicieron esperar.

Michel se miró el reloj en cuanto se escuchó la puerta principal. Sin perder el aura de aristócrata en su castillo, se sentó con la espalda por completo recta. Bianco se dejó caer en el suelo, apoyándose de sus brazos para echarse una corta siesta. Sung no bajó la guardia. Los dos eran más peligrosos juntos que separados.

—Justo a tiempo.

Siempre que algún nuevo cliente llegaba, Sung se transformaba en público de una broma de la que no tenía idea. Los hombres de traje tenían muchísimos y diferentes rasgos, mas todos conservaban la ligera decadencia al sentarse. Algunos fumaban, otros conversaban entre susurros, las palabras asfixiadas por el panel de vidrio. Algunos miraban alrededor con gestos confusos, extrañados seguro de encontrarse en una habitación tan desastrosa por órdenes de un jefe en apariencia tan delicada.

—¿Qué es lo que estoy buscando? —susurró al fin cuando el grupo se instaló en el sitio, inclinándose apenas del lado que daba a Michel—. Hay muchos hilos de los cuales tirar, muchos secretos a descubrir.

—Uno de ellos está planeando una traición a este lado de la familia.

Y como si la información hubiera sido puente de la energía, la imagen llegó a él en cuanto cerró los ojos.

El viento trajo las nubes del cielo a su alrededor, la bruma del ambiente solo permitiéndolo ver hasta la zona del cojín, el bello color naranjo único contra la imagen que empezó a definirse. Primero fueron las paredes, luego los dibujos de los pósters, luego las mesas llenas de flores y, de último, un par de figuras en la distancia, compartiendo una botella de vino sobre la conversación.

El dueño de uno de los dos rostros poseía una cicatriz, naranja en el sueño y extrañamente familiar. El otro, un hombre moreno de grandes pendientes azules y sonrisa cautivadora. Bebían sin dejar de hablar, la expresión del rico joven igual al de una serpiente a la espera de un momento para morder. No escuchó la conversación, dándole la espalda a la imagen antes de que fuera engullida de nuevo por las sombras.

Sung parpadeó, el brillo de los colores de la habitación y la luz del sol escociéndole las pupilas. Los primos se habían removido de sus asientos en algún punto de la visión, inclinándose frente al vidente que los miraba sin estar allí, el brillo naranjo de sus pupilas más parecido a la lava que a un mero efecto de la luz.

Aspiró, suspiró y se dejó caer, gotas de sudor deslizándose a su ropa tras enfocar su atención frente a él.

—Tiene una cicatriz, el traidor... —Jadeó, la imagen seguro de mucho tiempo más adelante. La idea quizás ni siquiera existía en su mente—. Sobre uno de los ojos, parece un... Trueno.

—Mm. Ernesto. —Michel suspiró, acariciándose los brazos antes de bostezar—. Era uno de mis sospechosos, pero me caía muy bien para pensarlo.

Bianco asintió a las palabras de Michel. Sacó el teléfono y envió un mensaje. Del otro lado, uno de los seres en uno de los trajes alzó el suyo. Parpadeó, abriéndose la chaqueta mientras se levantaba y se acercaba al hombre de la cicatriz. En la realidad era solo una línea blanca sobre uno de sus ojos, apenas visible si se le miraba la cara sin observarla con detalle.

El disparo alertó a todo el grupo a ponerse en pie, el cuerpo cayendo de lado mientras su interlocutor estaba quieto, su rostro lleno de materia osea, cerebro y restos de sangre. El disparador les indicó salir con una palabra sorda y un indicativo de movimiento. Jalaron al compañero, su expresión por completo en shock. En el recuadro de la obra solo quedó el cadáver desangrándose en la mesa, sus dedos blancos manchándose de su propia sangre.

Bianco se levantó primero, estirándose con un quejido. Sus huesos se reacomodaron.

—Vamos. Tengo hambre. Y hay que mandar a alguien a limpiar esto. Luego huele horrible y los demás empiezan a sospechar.

Michel bostezó, dándole una caricia a la cabeza de Sung. El joven se tensó igual a la cuerda de un arco, todo su cuerpo incapaz de moverse. El mayor de los primos se limpió los restos de polvo del traje, alejándose a la puerta de la habitación.

—Buen trabajo, pequeño. ¿Es un lector de libros uno de los requerimientos de tu lista? Te lo haré llegar en la tarde. Te mereces un buen descanso, esta noche tendremos una reunión muy importante.

Revisó de nuevo su reloj.

—Tenemos que irnos, Bianco. El tío se preguntará por qué nos tardamos tanto para el almuerzo.

Sin que se lo dijeran dos veces, volvió a colocar el cuadro en el sitio y aseguró los sujetadores antes de seguir a su primo con una sonrisa contenta por la perspectiva de un excelente, quizás incluso un buen sueño.

—¡Al fin! Ojalá haya cannelloni.

Michel asintió.

—Luego traerás un poco para Sung.

—Sí, sí, adiós, niño.

El vidente levantó la mano en una despedida, dejándose caer sin quitarse el hanfu, agotado y todavía con la imagen del extraño en la memoria. ¿Quién era ese y por qué deseaba inmiscuirse en los asuntos de esa mafia? ¿Sería un aliado o una molestia aún mayor para sus intereses?

Relajó sus músculos, los restos del desayuno todavía frescos y seguro deliciosos. Estiró la mano sin ver a dónde la llevaba. Tocó los restos del omelet y los aferró en un puño, llevándolos a su boca. El sabor de los champiñones a la perfección contra la acidez del cebollín. Recordó la sangre escapar del cerebro abierto del cadáver que debía seguir en la sala, pero no dejó de comer.

Ernesto tenía mucha más suerte que él, ya había saltado por la ventana.

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