Capítulo XXIV

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Y por segunda vez, Frederick y Adina se habían quedado sin hogar, un sentimiento similar al que alguna vez vivieron dentro del ghetto, cuando alguien que se había ganado su cariño, fallecía, era el mismo sentimiento que experimentaban ahora con la muerte de los señores Einserberg, la tristeza poco a poco se iba apoderando de sus mentes y corazones mientras algunos cuerpos de seguridad se hicieron presente para recoger todos los cuerpos que quedaron atrapados en los escombros y también buscar sobrevivientes. Ingrid lloraba como María Magdalena, esa era la reacción más que comprensible dadas las circunstancias, tanto Adina como Frederick entendían muy bien el dolor que causa perder a un padre, en éste caso a ambos y los dos estaban muy familiarizados con las punzadas en el corazón, que se clavaban en lo más profundo del alma, penetrando y corrompiendo a su paso, luego encontrabas los juicios que hacía tu propia mente, pensando en "que si hubieran hecho algo diferente" de alguna manera, se habría podido evitar la muerte del ser querido. La culpabilidad durante una pérdida, era esa clase de sentimiento con el que las personas aprenden a vivir, Adina y Frederick a pesar del tiempo, se sentían responsables por la muerte de su madre y aunque tanto como ellos e Ingrid no podían estar más agenos a la muerte de sus padres, esa sombra siempre iba a estar detrás de su espalda.

Frederick sostenía a Ingrid, brindando apoyo, convirtiéndose en ese hombro que ella necesitaba en esos momentos para llorar, compartió sus largos brazos para transmitirle a la joven, la seguridad que había perdido, Adina por su parte se encontraba a unos cuantos metros, queriendo que Frederick e Ingrid tuvieran un momento de privacidad, ella sabía muy bien que los hombros de su hermano mayor y los abrazos que brindaba eran sin duda alguna el mejor consuelo para un alma en pena. Se movía de un lado a otro intentando calmar a Alaric, quien había empezado a llorar debido al hambre que tenía.

Sin duda alguna, el ambiente era caótico, lleno de llanto, gritos y desolación. Algunos de los pocos sobrevivientes, salían con ayuda de los escombros, sus cuerpos estaban bañados en polvo de pies a cabeza, algunas partes del suelo, tenían sangre regada, la situación parecía sacada de una historia de terror, pero todo aquello era tan real, que daba miedo. Pronto la noche cayó y todos los afectados, se quedaron en la iglesia del pueblo, el lugar estaba repleto de personas, la mayoría, había perdido el brillo en sus ojos, sin querer sus vidas se habían vuelto miserables, en cuestión de minutos todo lo que alguna vez consideraron seguro y eterno, desapareció, solo quedaba el sentimiento de vacío y el dolor.

Al día siguiente, una pequeña e íntima ceremonia de funeral se llevó a cabo, guardados en ataúdes de madera sencilla, los cuerpos de los padre de Ingrid fueron enterrados, uno al lado del otro, Frederick seguía a su lado como un árbol, y Adina mantenía un poco la distancia, comprendiendo el dolor de la madrina de su hijo. Pasado el medio día, seguían al frente de la casa de los difuntos señores Einserberg, Adina se encontraba sentada en el suelo, con Alaric en sus brazos, el cual intentaba tomar un pequeño trozo de cemento en sus manos, Ingrid y Frederick estaban de pie, mirando lo que alguna vez había sido aquello, cualquier objeto de valor sentimental, había dejado de existir, Ingrid no tenía nada con que recordar a sus padres, excepto una pequeña fotografía que reposaba en su mesita de noche, resguardado dentro de el pequeño apartamento donde vivía. En aquellos momentos, deseaba quedarse con la vagilla de su madre, el sombrero viejo de su padre, el bastón que usaba el mayor para ayudar su andar, el delantal de cocina que por años le vio usar a su madre, todo lo que hiciera a la rubia recordar a sus padres, lo quería con ella.

Pero, al menos Ingrid poseía un recuerdo de sus padres, el cual no era el caso de Frederick y Adina, los hermanos no tenían ningún objeto de su padre, ni de su madre, lo único que tenían, eran los recuerdos de todos los momentos felices, de las sonrisas, los cumpleaños juntos y todo lo que alguna vez los hizo sentir bien, cuando eran pequeños. Adina se sentía mal por Ingrid, pero también en su cabeza, andaban pensamientos, que aunque no dijera palabra, la preocupaban. Se habían vuelto a quedar sin hogar y no tenían a dónde ir, Frederick y ella estaban, por segunda vez, a la deriva, donde sólo eran ellos dos contra el rudo mundo, Adina pensaba en su bebé, en la salud y la tranquilidad del mismo, por ahora, no importaba seguir el estilo de vida nómada, porque había comprendido que el hogar no era un apartamento o una casa con finas decoraciones y piso de caoba, el verdadero hogar estaba donde estuvieran sus seres queridos y en ese momento, su hogar estaba al lado de su hermano e hijo. Pero, aunque la vida nómada podría funcionar, Adina sabía que no sería por mucho tiempo, Alaric crecería y debía de instalarse en un solo sitio, para verlo crecer y vivir la vida que ella había tenido antes de toda la tragedia familiar y el asedio nazi. Era esa estabilidad o más bien, la falta de la misma, la que lograba  preocuparla.

La Sombra De Mis Recuerdos / EN EDICIÓN Donde viven las historias. Descúbrelo ahora