Capítulo II

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El paso de los días después de aquella tarde lluviosa dejó huella en el huesudo cuerpo de Adina, a quien para su poca fortuna, terminó pescando el temido resfriado que tanto había deseado evitar desde un principio. Dos ausencias se encontraban registradas en su hoja de asistencia escolar y aunque llevaba hasta el momento una asistencia perfecta, sus síntomas no le permitían llegar a la entrada del colegio sin desvanecerse en el proceso. Su pijama estaba arrugado y muy entrado el medio día apenas se levantó de su cama para buscar algo de comida. El apartamento donde vivía con su madre y hermano era modesto en todo el sentido de la palabra, pero aún así se encontraba tan limpio como una taza de porcelana. Al salir de su habitación, se topó con su madre, quien se encontraba postrada en una silla, contemplando la inmensidad del vacío que divisaba a través de su ventana. Cualquier persona que no pudiera percatarse a simple vista de la respiración de la señora, diría que en aquel puesto, yacía un cadáver y en cierta parte, probablemente si había algo de verdad en tal teoría.

La madre de la joven estaba muerta en vida, para ella era el peor de los sufrimientos porque ambas habían perdido a su padre en un trágico accidente de tren, Arthur Schwartzheim desempeñaba el trabajo de conductor de tren, y aunque era habitual la ausencia de su padre en casa siempre fue un hombre integró entregado por completo a su familia y devoto de su esposa la cual amaba con toda su alma. Con una pequeña Adina de de diez en sus brazos y tomando la mano de hijo mayor de quince, la señora Schwartzheim se acercó temerosa a las vías del tren en plena madrugada de domingo, con pesados abrigos que cubrían por completo los pijamas que llevaban puestos dada la impresión y el poco tiempo que la policía les dio para trasladarlos a la estación del tren.
Frederick, el hermano de Adina observó el cadáver de su padre en primera fila, un montón de carne desmenbrada y huesos rotos hechos polvo era lo único que quedaba del patriarca, su impulso de vomitar fue inevitable de contener y su madre comprendió entonces la terrible tragedia que había caído sobre sus vidas iniciando la serenata de lágrimas y lamentos que hoy en día funcionaban como cerenata para todas sus pesadillas. La más pequeña de todos los presentes en aquel incidente sabía que algo estaba mal, pero cuando Adina se atrevía a preguntar, nadie era capaz de darle una respuesta. En su inocente mente no se cruzaba la idea de que su padre estuviera muerto en aquellas vías y todavía podía recordar con claridad los gritos ahogados cargados de desesperación y el llanto incontrolable de su madre, cada lagrima que salía del rostro de su progenitora, se clavaba en su inmaculado corazón, creando muchas más dudas sobre lo que había pasado que posiblemente no serían respondidas. Fijarse en el estado de su hermano mayor y escucharle reconocer que el cuerpo en las vías le pertenecía a su padre, marcó ese momento, que quedó guardo en su memoria y corazón hasta el día de hoy.

Algo que ambos desconocían y descubrieron después de la trágica muerte de su padre, es que la vida continuaba y el tiempo no se detenía, el impulso de continuar los llevó al camino de la aceptación, resignandose a llevar en sus corazones los mejores momentos que tenían de su padre, algo que su madre no pudo ni quiso aceptar, con la madurez que los años comenzaban a otorgarle a Adina, sabía bien que no era fácil arrancar los recuerdos que estaban atesorados en sus almas, pero era como si después de aquel momento, si su vida hubiera terminado en el mismo instante cuando observó el cadáver de su esposo, su alma se quebrantó en mil pedazos, el dolor que sentía en su corazón seguía siendo tan intenso como si fuera su primer día de su duelo, le ardía y le quemaba por dentro, como una llama que la consumía en una tristeza abusluta lentamente, haciendo que perdiera las ganas de vivir por completo. Sus dos hijos dejaron de ser parte de su prioridad para sumergirse por completo en la tristeza de su pérdida, aquellos niños no sólo perdieron a su padre, también habían perdido a su madre y aunque tenían su presencia, era como si fuera solo un fantasma, sin voz y sobre todo, sin vida.

Frederick Schwartzheim no tuvo más remedio que hacerse cargo de su hermana y de su madre, con tan solo dieciséis años cumplidos abandonó la escuela, dejando de lado todos sus sueños para trabajar y asegurarle un plato de comida a aquellas dos mujeres que ahora se encontraban bajo su pretención y responsabilidad. Con sus cortos veintiún años ya había trabajado de todo, ya sea de mensajero, mesero, cartero, cocinero, limpia botas, carpintero, obrero y otros tantos oficios que lo convirtieron en un hombre resuelto, capaz de desempeñar casi cualquier trabajo que se le presentará en su camino, jugando así al papel de padre mientras su hermana Adina intentaba encajar en todas las funciones que una madre debía desempeñar y de las cuales su progenitora había decidido abandonar, su papel dentro de aquel diminuto apartamento era tan vital como el de su hermano, entre ambos hacian el intento de vivir una vida tal como las familias normales lo hacían, solamente tenía once años cuando asumió el rol que su madre había dejado ausente, encargándose por completo de todas las tareas de una ama de casa, llegando a la conclusión cierto día de que su madre jamás volvería a ser la mujer vivaz que algún día había sido y que sobre todo, ella ya no podía ni siquiera hacerse cargo de sí misma sin la ayuda de sus dos hijos. Su hermano llegaba agotado luego de extenuantes jornadas laborales y cuando el dolor por la partida de su padre disminuyó, comenzó a contribuir de la única manera que podía y sabía hacer, limpiando el apartamento hasta que volvió a retomar ese ambiente hogareño que alguna vez tuvo y que ya había perdido,

La Sombra De Mis Recuerdos / EN EDICIÓN Where stories live. Discover now