Capítulo XXXXIV

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Sus ojos ardían como el mismísimo infierno, había algo macabro y perverso detrás de su mirada, era incluso difícil de creer que un hombre como él, era capaz de convertirse en un ser atroz cuando quería obtener algo, quizás esa perseverancia se le había sido otorgada por su padre, pero Joseph desechaba de inmediato la simple idea de que pudiera ser como su padre, no él no sería como Arthur Firgretmann, él era más ambicioso, más perseverante y más implacable, por algo era llamado el caza-judíos.

Habitaba en el haverno luego de vivir en carne propia la maldad que el régimen nazi podía descargar sobre sus jóvenes muchachos de las juventudes hitlerianas, en un campo trabajando como un esclavo paso la gran parte de su adolescencia hasta que se graduó y se convirtió en el señor de las tinieblas que era hoy en día. El gobierno lo había corrompido, el sistema, la ideología todo había abusado de un joven de diecisiete años que su meta más grande era colocarle chinches en el asiento del profesor, se había ido un niño y había regresado una persona sin moral, sin valores y sobre todo, un hombre dañado. Alemania lo había convertido en un monstruo y él en el fondo, disfrutaba casi inconsciente de la maldad que generaba. No era igual a Adler, porque lo consideraba demasiado débil a pesar que el mayor poseía un cargo de más alto rango que el suyo, buscaba que su cabeza rodará ante sus pies y luego de tantos años de humillación y dolor acumulado, había conseguido la forma perfecta de vengarse de su hermano, el hombre perfecto a ojos de su familia, el comandante intachable, había cometido un grave error, se estaba revocando con una judía.

Lo supo desde el momento que vio a Helen, bueno mejor dicho Adina, lo había descubierto con sólo unos días de investigación, no fue fácil mantener el anonimato, pero logró revelar la cruda verdad que la joven intentaba esconder tras su melodiosa voz, era ella, la misma muchachita escuálida que le había dado tutorias que no le sirvieron para nada, había descubierto el secreto, la gran verdad y estaba muy dispuesto a utilizar esa información para dañar a su hermano y Adina sería la responsable de tomar la daga, ella misma la clavaria en el corazón de Adler y él estaría tras las sombras, admirando el espectáculo.

Se levantó del sofá y salió en busca de la joven, que no tenía ni la más remota idea de todo lo que se encontraba en su poder. Lo único que podía agradecerle al nazismo, era el poder desmesurado que descansaba en sus manos, para ese momento, la vida de Adina estaba en sus manos y se sentía tan bien, se sentía vivo, era la misma sensación que presentaba cuando encontraba a un par de judíos escondidos dentro de algún sótano o ático, satisfacción y adrenalina, mezcladas especialmente para llenar a plenitud todos sus pecados que deseaban ser alimentados sin fin. Atrapar, encerrar y en algunos casos hasta asesinar, lo hacía sentir inexplicablemente vivo, él jugaba a ser Dios, él era un ser divino que decidía quién vivía y moría bajo su yugo. Su ego como era de esperarse se encontraba por las nubes y era la respuesta natural cuando le entregas tanto poder a un hombre destruido por sentimientos tan bajos como el odio y el rencor.

Él más que nadie sabía leer el lenguaje corporal, había visto tantas cosas para tener tan sólo veintitrés años que conocí todas las expresiones de las personas, podía oler el miedo, podía sentir el odio y también era capaz de presenciar el rechazo que se hacía presente sin una sola palabra, eso era lo que Adina demostraba, mientras tomaba un sorbo de su café y se cubría con más inquietud cuando el frío viento del otoño azotaba sus mejillas, Joseph no podía negarlo, su hermano tenía un muy buen gusto, pudo admirar ese diamante cuando estaba cubierto de tierra, pero no, había sido el único, él también se percató de su belleza natural cuando eran solos unos jovensitos.

—¿Que te parece el clima? — murmuró la joven mirando a su alrededor, intentando de pensar en otra cosa que no fuera el hecho de que estaba saliendo con Joseph Firgretmann.

—Creo que sería prudente dejar de mentir. — comentó alzando sus hombros y mirando a la muchacha con cara de poker. — por lo menos, no tienes que mentirme a mi... — hizo una pequeña pausa. — Adina Schwartzheim.

Su cuerpo se estremeció, había dejado de sentir la brisa fría del otoño, dejó de escuchar las voces de las demás personas s su alrededor, Joseph se encontraba expectante y ella simplemente sintió como por un segundo su corazón dejó de latir, sus venas dejaron de enviar sangre a su cuerpo y su mente, se apagó por completo.

—Admito que no fue fácil conocer la identidad de la judía que me dio tutorias. — indicó, jactandose de la reacción que había tenido la joven y tomando el descaro suficiente como para sonreír. — pero, no me gané el título del caza-judíos en vano. — añadió, vacilante. — tu secreto está a salvo conmigo, por ahora. — recalcó.

Adina sentía que estaba a punto de morirse ahí mismo y quizás eso podría ser lo mejor que le llegaría a suceder en ese preciso momento, no quería hablar, no quería pensar y tampoco quería respirar, se sentía como una estatua, incapaz de decir algo o argumentar algo en contra del joven pelimarrón que estaba sentado frente a ella con cara y actitud de ganador.

—Eres un maldito Joseph Firgretmann. —vocifero luego de unos segundos. El joven se carcajeo haciendo que su ceño se encogiera.

Negó con la cabeza, lleno de reprobación y hizo un pequeño sonido con su lengua llamando la atención de la chica que aún no podía creer lo que estaba sucediendo. — de ahora en adelante no sólo seré ese hombre maldito que dices, seré todo tú maldito mundo Adina Schwartzheim, tu patética vida ahora me pertenece, cariño.

La Sombra De Mis Recuerdos / EN EDICIÓN Where stories live. Discover now