Capítulo XXI

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El frío de la noche les daba una gélido abrazo a los cuerpos de Frederick y Adina, para ellos las bajas temperaturas se habían convertido en algo con lo que convivían día a día, desde que fueron sacados de su hogar, sin razón alguna y mandados a un lugar donde conseguir la muerte era más fácil que conseguir un trozo de pan, donde la vida se convertía en un estorbo más que en una bendición y donde la maldad y perversión humana salía a flote mostrando la verdadera cara del nuevo mundo, repleto de personas que deseaban ver a cada judío y ser humano no digno muerto. El Tercer Reich intentaba depurar al mundo de lo que ellos consideraban insano y malo, pero la verdad es que para Adina, los nazis ni siquiera merecían la muerte como castigo, para ellos la muerte sería como una bendición, ella pensaba que también los nazis debían de ser exterminados, pero derrumbando lo que más aman; su ego. El cual día tras día se alimentaba gracias a las humillaciones, las muertes y las batallas ganadas en el frente de guerra, escuchar la voz de Hitler en la radio, lograba tensar todos los músculos de su cuerpo, sentía un verdadero asco cuando ese hombre se llenaba la boca diciendo todas las buenas noticias que tenía para el pueblo, hablando y hablando de cómo le quitaban terrero a los rusos y de cómo los ingleses poco a poco perdían la guerra, esas y muchas cosas más lograban causar en Adina, náuseas que la llevaban directo al baño.

Frederick y ella llevaban poco tiempo en la casa de los Einserberg luego de conversarlo con su hermana, Fred tomó la decisión de aceptar la oferta del mayor para así brindarle algo de estabilidad a Adina y al bebé, el cual sabía que si no se asentaba pronto, eso terminaría por perjudicar al pequeño. Ambos se habían adaptado muy bien al estilo de vida del campo, después de todo, luego de la muerte de su padre ambos jovencitos tuvieron que idearselas para seguir adelante, así que Frederick rápidamente se acostumbro al ritmo de trabajo duro, sucio y pesado que conllevaba la granja, mientras que Adina de convirtió en toda una ama de casa ejemplar.

—La señora Einserberg está fascinada con tu destreza en la cocina. — Fred observó a su hermana, la cual seguía observando a lo lejos, un viejo árbol.

—Si bueno, los libros sí sirvieron de algo. — respondió mirando la punta de sus zapatos. — he notado como miras a Ingrid cuando viene. — soltó de repente y sin previo aviso, las miradas entre ambos jóvenes eran evidentes y cada vez que la jovencita visitaba a sus padres, el ambiente y la tensión en el lugar se complicaba.

Adina no podía negarlo, Ingrid sin duda alguna era una mujer encantadora, guapísima y capaz de tener a cualquier hombre a sus pies, y en ésta ocasión, ese hombre era su hermano.

—No se de que hablas. — comentó el mayor, intentando hacerse el desentendido.

—Sigue haciéndote el loco Frederick Schwartzheim. — dijo sonriendo la pelirubia. — tienes derecho a amar. — comentó. — en algún momento debes de hacer tu vida y dejarme seguir con la mía.

Frederick observó a su hermana directamente a los ojos, intentando descifrar la verdad que intentaba decirle a través de sus palabras ¿A que se refería?

—Mi deber es protegerte. — añadió, mirando al horizonte. — y al bebé.

Adina suspiro, su conciencia pesaba, le rasgaba por dentro y dolía. — Sí, desde que papá murió ese ha sido tu deber, pero tú tienes derecho a vivir tu vida. — susurró, con miedo de que alguien pudiera escuchar su conversación. — siento que estás viviendo una vida que no debes. — hizo una pequeña pausa para retener sus lagrimas. — siento que estás cargando con un peso que no te corresponde.

Una lagrima logró fugarse de sus ojos azules, la cual fue apartada rápidamente por la mano de su hermano.

—Soy el único en el mundo que puede protegerte. — Frederick se acercó a la menor y la abrazo. — no tienes a nadie más que a mi. — dijo. — y yo no tengo a nadie más que a ti. — sentenció. — mi deber en ésta vida es cuidarte y lo haré hasta el día en que yo  muera.

La Sombra De Mis Recuerdos / EN EDICIÓN Where stories live. Discover now