27. Confusión [2/2]

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Miro a nuestros rescatadores con nuevos ojos, tan abiertos que me escuecen, pasando mi mirada de uno a otro. Mi percepción de ellos cambia al tiempo que varias piezas encajan en mi cabeza. No me cabe duda de que Amelia también es de los suyos, y comprendo sus motivos para querer conocer las conversaciones secretas del gobierno. El caos organizado por el cierre de los puentes, extendiéndose como la pólvora gracias a mi contacto con Bibi. Si sus intenciones siguen siendo las mismas que cuando perdieron la Guerra de la Carnaza, desde luego lo están consiguiendo. Primero, provocan la implosión de la ciudad, y después entran a tomar lo poco que quede. Por eso seguían a Fido, a la espera de conflicto. Por eso me contrataron. Por eso tienen tanta influencia, por su historia. Nada da más prestigio que el paso de los años, y más aún cuando se es un tema prohibido.

—¿Es verdad?—pregunto a Kurt.

Él asiente, y me devuelve la mirada.

—No es toda... pero sí.

Me vuelvo hacia Ponnie, extrañada, y veo que ella sigue sin fiarse de los pardianos. Sin embargo, al conocer la verdadera naturaleza de nuestros inesperados rescatadores y de mi antigua jefa después de haberme sido ocultada durante tanto tiempo, no puedo evitar dudar también de ellos.

El coche toma una última curva y entramos en una calle que, por lo que veo a través de la ventana, me es muy familiar. Cuando, poco después, Gruvio frena el vehículo y nosotros abrimos las puertas del compartimento trasero, veo que hemos ido a parar a una de las principales calles comerciales de la ciudad Etérea, en la que se encuentra la tienda de antigüedades de Galo.

Bajamos uno a uno, adelantándose Kurt con Bibi y Ponnie. Mara, Fer y yo les seguimos, mientras los avizores entran y cargan a Galo. Me fijo entonces en que, bajo los chalecos holgados que vestían cuando les veía en la tienda, escondían cuerpos musculosos que, al descubrirse, muestran varios tatuajes de estilo militar. De nuevo, me veo obligada a mostrarme escéptica acerca de lo que creo conocer de las personas.

Llevan en volandas a Galo al interior de la tienda. Tardo un tiempo en llegar a la conclusión de que se dirigen a la habitación-ascensor. Me preguntaría cómo saben de ella, pero ya empiezo a acostumbrarme a las sorpresas de este tipo.

Mientras los demás entran en la tienda, me tomo unos segundos para respirar, al tiempo que echo un vistazo a la calle. La basura ha tomado el control de las aceras, y el conjunto de contenedores que solía encontrarse justo frente a la tienda está ahora varios metros a la derecha, volcados y ennegrecidos, señal inequívoca de que alguien les prendió fuego. Las señales de tráfico se encuentran todas en posición diagonal u horizontal, solo algunas de ellas aún ancladas al suelo. El asfalto de la carretera se ha agrietado, dejando franjas en las que una base gris de hormigón se ve expuesta. Los escaparates de las tiendas y las puertas de los portales no están mucho mejor: cristales rotos, buzones arrancados de la pared, placas de metal separadas de los goznes a las que antes estaban unidas...

Por otro lado, hay un cambio que solo advierte quien sabe ver: no hay nadie. Ni un alma. Fuera de la Periferia, nunca había visto una calle tan vacía, tan muerta, como se halla ésta ahora. Incluso en los peores días de frío y tormenta, aún quedaba una docena de transeúntes vestidos de oficina que osaban salir a la calle, con la única protección de sus paraguas. Ahora, no queda absolutamente nadie. Si no fuera porque tampoco encuentro ningún cadáver ni mancha de sangre, podría perfectamente haber sucedido aquí una batalla campal. Sin ellos, da la sensación de que la Periferia se hubiera extendido por la ciudad, como un virus que no se detiene ante nada hasta que ha matado al huésped.

Entonces me fijo en un trozo de papel adherido al suelo por la lluvia de los últimos días que aún oscurece el asfalto. Me agacho para verlo mejor y advierto que se trata un panfleto propagandístico, idéntico a los que vimos Galo y yo el mismo día que le detuvieron. El mismo hombre de la cicatriz en el ojo izquierdo, gritando enfurecido. Empiezo a atar algunos cabos.

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