3. Sin arreglo [1/2]

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Quedan unas horas hasta el amanecer, que paso intentando descifrar cómo encajan las piezas de la brújula, pero acabo desistiendo al darme cuenta de que ni siquiera sé cómo funciona. Después de un breve descanso en el que apenas consigo pegar ojo, salgo a la calle a camuflarme entre la gente y alejarme del lugar de la detención de anoche. La precaución en exceso no existe.

Ya que una fina lluvia cae sobre las calles adoquinadas de mi barrio, aprovecho para pasar desapercibida con la capucha de mi chaqueta. En circunstancias normales, solo conseguiría llamar más la atención, pero entre tanto paraguas paso completamente inadvertida.

Llego a mi objetivo en apenas diez minutos. Antes de entrar, me quedo observando el escaparate de la tienda en la que he entrado más de una vez a «trabajar». Colocados en vitrinas a distintas alturas, encuentro artilugios manuales de todo tipo, desde relojes de mesa con más de un siglo de antigüedad hasta teléfonos móviles con teclado no mucho más modernos. Tras unos segundos de cortesía para aparentar repentino interés por el establecimiento, doy el paso y entro.

Acompañando al tintineo de unas campanas de metal que se balancean en cuanto abro la puerta, escucho varias voces, todas graves y masculinas, conversando. Al otro lado de la sala en la que me encuentro, a apenas cinco metros, el dueño de la tienda se apoya en el mostrador mientras escucha a dos ancianos discutiendo, uno un tanto más acalorado.

—Ya, claro—dice éste—. Y mañana mismo me invisten gobernador. ¿Cómo van a detener a Fido Cappoli, con el ejército que tiene su familia?

—Tú verás si me crees o no—dice el otro, más sosegado—. Pero aparece en todos y cada uno de los titulares de la prensa. Y si el río suena...

—Déjate de refranes, charlatán. Si tanto dicen los periódicos, dime, ¿cómo acabó tirado en un callejón nada menos que el hermano de Tiago Cappoli?

El calmado se encoge de hombros, con lo que logro soltar la bocanada de aire que estaba presionando mis pulmones.

El dependiente de la tienda, un chico joven, de unos veintitantos, con pelo castaño peinado en punta, se incorpora y se frota las manos.

—Ni idea—dice, alzando las cejas como si tampoco le preocupara demasiado—, pero me alegro de que le hayan cogido. La tienda lleva años sin ser asaltada al menos una vez al mes. Espero que esos canallas aprendan la lección y... ¿puedo ayudarla?

Dejo de hacer como que me intereso por los artefactos de las vitrinas y me vuelvo hacia el dueño de la tienda. Me mira con una sonrisa cordial, mucho más amigable que la mayoría de las que me encuentro por ahí. Y esa afabilidad se muestra también en sus ojos azules, muy abiertos y con leves arrugas en sus comisuras que delatan que el chico suele practicar esa sonrisa. Mientras los otros dos hombres vuelven a su conversación y me ignoran, yo me acerco al mostrador, tratando de mostrar una pequeña fracción de lo que el joven viste.

Sin decir nada, coloco un saco de cuero sobre la madera del mostrador, con un leve chasquido al entrechocar los elementos de su interior. El chico frunce el ceño, inquisitivo, y alarga las manos hacia la bolsa para abrirla tirando de una suave cuerda. Al retirarse la manga de su brazo, desvelando varios centímetros de piel, me fijo en que, al contrario que la gran mayoría de la ciudad, no lleva ningún DEI implantado en el antebrazo. El Dispositivo Electrónico Interno se ha convertido últimamente en una suerte de tumor infiltrado en el cuerpo de los humanos. Su ausencia es una muestra de inteligencia.

—¿Puedes arreglar esto?—pregunto, mirándole a los ojos.

El chico entiende a lo que me refiero cuando da la vuelta al saco de cuero, liberando múltiples trozos de bronce y cristal, algunos intactos, otros levemente deformados o directamente partidos por la mitad. Los restos de mi brújula, apenas reducida a pedazos.

Las manos del dependiente juegan con algunas piezas, pero sus cejas alzadas y sus labios fruncidos me indican mejor que nada lo que piensa.

—A ver...—dice en un largo suspiro—. Le puedo echar un vistazo, pero, sinceramente, dudo que pueda hacer mucho.—Alza la vista de los pedazos para mirarme—. ¿Tienes alguna imagen de cómo era antes de romperse?

Niego con la cabeza.

—Era una brújula. Una herencia familiar.

Asiente y abre un cajón del mostrador, del que saca una lupa. Me quedo mirando a la herramienta con extrañeza, debido a su rudimentariedad.

—Cuanto más dependa de mí, mejor—se justifica el chico al percatarse de mi mirada.

A continuación, observa detenidamente cada uno de los fragmentos de la brújula, de manera individual, mientras los dos ancianos siguen enfrascados en su conversación.

—No me puedo creer que vuelvan a subir los impuestos de la comida—dice el más inquieto de los dos—. A este paso, van a tener que cerrar todos los bares medianamente decentes.

—Si al menos el dinero que pagamos fuera para una buena causa...—contesta el otro, más calmado—. Pero no me cabe duda de que todo lo gastarán en dietas.

—Y en subvenciones al cabrón ese de Beark—asegura el primero, indignado—. Ya te digo yo, como vengan otra vez los Pardianos...

—No quisiera ofender, pero, ¿estás segura de que es una brújula?—pregunta el joven, sin levantar la vista de los engranajes.

Asiento sin plantearme siquiera otra posibilidad.

—Es una brújula... especial.

Alza el ceño en una mueca de resignación.

—Y tanto.—Deja la lupa a un lado y me señala las piezas—. Las brújulas normales apuntan solo hacia el norte, y esta tiene una aguja para señalarlo, pero no encuentro ningún imán que la oriente. ¿Puede ser que se haya...?

Deja la pregunta en el aire, con extremo cuidado de no ofender.

Niego con la cabeza.

—Imposible, estoy segura de que está todo aquí.

El chico chasquea la lengua y suelta un suspiro. Desde luego, no está acostumbrado a no poder arreglar algo.

—Pues, la verdad, no sé qué decirte. Nunca había visto una brújula como ésta, y tratar de arreglarla sin saber como funciona...

No hace falta que termine para saber que es inútil. Al darme cuenta de que mi objeto más preciado no tiene arreglo ya, me arrepiento de haber dejado a ese par de abusones a la policía.

—Puedo ofrecerte otra brújula, pero imagino que eso no será suficiente.

Ante la compasión de su voz, reacciono agitando la cabeza. No puedo permitirme que nadie sienta pena por mí.

—No será necesario.

El dependiente asiente y recoge con suma delicadeza los fragmentos de la brújula, devolviéndolos a la bolsa de cuero en que los traje.

—Siempre puedes guardar los restos—dice al devolverme el saco—. Lo importante es la memoria.

Guardo el cuero en el bolsillo interior de mi chaqueta y salgo lo más rápido que puedo de la tienda, sin siquiera volverme a dar las gracias. Una vez fuera, vuelvo a cubrirme con la capucha, a pesar de que la lluvia ahora es más suave. Desandando el camino, me encuentro con un par de policías sacando a la fuerza a una anciana de un edificio. Apenas logro hacer acopio de la sangre fría de no intervenir, pues sé que, con la rabia que me hierve dentro, solo lograría complicarme más. Por muchos problemas que encuentre por ahí, bastante tengo con hacer frente a los míos.

Llego a la entrada del callejón en el que vivo. En un arrebato de frustración, arrojo el saco con los restos de la brújula al suelo, junto con varias bolsas de basura que llevan días sin ser recogidas. Lo que fuera que quisiera mostrarme esa maldita brújula, lo he perdido para siempre.

Alter EgoWhere stories live. Discover now