26. La Bomba [3/3]

36 5 0
                                    

Con la ayuda de Fer, consigo llevar a Galo hacia la puerta que se encuentra al final del pasillo. Con un suspiro de alivio, veo que está abierta.

Al otro lado, el sol proyecta alargadas sombras desde los vehículos militares estacionados junto al edificio principal del centro, a lo largo de un patio hormigonado del tamaño de una urbanización entera. Con todoterrenos, camiones e incluso tanques, estoy tentada de subirme a uno de ellos y alejarme lo antes posible. Pero, si no quiero echarlo todo a perder en la recta final del camino, he de ceñirme al plan establecido.

Echamos a andar hacia la muralla de diez metros de alto que asoma por encima de todos los vehículos, y avanzamos varios metros antes de darnos cuenta de que alguien se ha quedado atrás.

—No os detengáis—nos grita Gea desde el umbral de la puerta.

Aunque extrañada, me dispongo a hacerla caso y salir por fín de este sitio. Pero, a mi lado, Fer se detiene y responde:

—¿Por qué te quedas ahí? Estamos muy cerca.

—Nuestra travesía diverge ahora en dos, chico—dice Gea, con un deje de lástima en su voz.

Miro hacia la muralla, impaciente. ¡No hay tiempo para esto! Tiro de él hacia delante, insistente, pero no se mueve.

—¿Por qué?—pregunta a su superior.

La mirada de Gea se tiñe de orgullo antes de responder:

—No todos entran aquí en contra de su voluntad.

Fer se queda boquiabierto, y aprovecho su confusión para seguir hacia delante. Mirando hacia nuestro destino, hallo la puerta de la muralla abierta. Tras ella, como dictaba el plan, nos esperan dos personas: una con una coleta púrpura y otra vestida en dos mitades claramente diferenciadas.

Con Mara corriendo a nuestro lado, Fer y yo avanzamos lo más rápido que podemos, cargando con un Galo aturdido que por fin empieza a moverse sin recurrir a espasmos.

—¿Dónde están los demás soldados?—pregunta la Solieri más adelante.

A mi lado, Fer resopla con esfuerzo.

—Prefiero no quedarme a averiguarlo.

Después de los minutos más largos de mi vida, llegamos al umbral de la puerta. Detrás esperan Bibi y Ponnie, una observándonos con preocupación y apremio mientras la otra pone el coche a punto para salir cuanto antes. En el fondo de mi cabeza, por debajo de la voluntad de sacar a Galo de aquí de una vez por todas, entiendo que, cruzando esa puerta, se arriesgan a quedar encerradas aquí dentro.

Cuando llegamos a la altura del muro de piedra, Bibi se abalanza sobre nosotros para compartir la carga de Galo que, aunque cada vez menor, sigue lastrándonos considerablemente. No me resisto a la ayuda de la mujer dual. Sin embargo, en cuanto me aparto, un disparo nos llega desde atrás. Lo único que logro sacar en claro es el grito de dolor de Galo y el silbido de un neumático desinflándose.

Sin aliento, me vuelvo hacia el origen de la bala. Allí, en mitad del patio de aparcamiento, se encuentra Orión, con el torso desnudo y un brazo humeante extendido en nuestra dirección. Camina hacia nosotros con la confianza de quien lleva un ejército a su espalda, levantando un puño de metal por delante El disparo, comprendo, no ha salido de ningún fusil, sino de su propia mano.

No tengo tiempo de explicarme esto antes de que recargue y dispare de nuevo. En un acto reflejo, extiendo a Morf todo lo posible, como un escudo que absorbe la bala y la deja caer al suelo. Echando un vistazo atrás, veo que los demás también reaccionan. Bibi carga con Galo hasta cubrirse tras el vehículo, mientras Ponnie, Mara y Fer alzan sus fusiles en dirección al jefe de la policía y el ejército de la ciudad. Al mismo tiempo, corro a socorrer a mi amigo.

Tras el coche, Bibi me echa con un ademán, apartando por un segundo la mano del muslo sangrante de Galo.

—Conservará la pierna—dice—. Ahora, ve. Tenemos problemas más inmediatos.

Vuelvo con los demás, que mantienen las armas en alto, en un paro tácito en el que ambos bandos esperan a lo que haga el otro.

—¿Tenemos rueda de repuesto?—pregunto a Ponnie. Ella niega lentamente, sin mirarme, y se me cae el alma al suelo.

De pronto, comprendo el porqué de esta pausa. Ponnie y Orión se devuelven las miradas. Una, furiosa; el otro, desafiante. Pero, como ya dije, es un hombre de pocas palabras, cuando no ninguna, y, al más mínimo movimiento del general, Ponnie aprieta el gatillo.

Llueven las balas sobre Orión, y disfruto, perversa, de verle recibir tantos impactos sobre su propio cuerpo. A pesar de no deberle ningún odio personal, no puedo evitar desear que tanto plomo acabe con él. No obstante, cuando los tres han vaciado sus cargadores sobre el hombre semidesnudo y la polvareda que han levantado se asienta, Orión permanece en el sitio, en pie, con la mano hecha un puño sobre su pecho. A su alrededor veo cientos de balas en el suelo, algunas aún en movimiento. Atónita, observo cómo, sin apartar sus ojos de los míos, extiende de nuevo el brazo, desde el pecho, esta vez hacia mí.

Dispara, y me vuelvo a cubrir con Morf. Sin embargo, éste disparo viene seguido de otro en dirección a Ponnie, que recibo también con mi acero. Al tercero, del que consigo proteger a Mara a duras penas, Orión se ve obligado a recargar. Tras él, las puertas del edificio se abren, y salen decenas, cientos de soldados, que se extienden a lo largo del recinto, subiéndose a los coches y tanques o agachándose para dar línea de tiro a sus compañeros.

A mi espalda, Ponnie da un grito digno de un animal salvaje:

—¡¡¡A CUBIERTO!!!

Tan pronto como me lanzo tras el hormigón de la muralla, una tormenta de metal cae sobre nosotros. Por cómo suenan, adivino que han dejado de lado los fusiles magnéticos para dar paso a los originales, de pólvora. Así, la franja desprovista de cobertura por el muro del Centro recibe tal cantidad de balas que el sonido de los impactos se vuelve una masa homogénea y continua que asedia mis oídos con la misma intensidad con que las balas lo hacen sobre la chapa del vehículo. Tanto penetra en mi cabeza que no soy capaz ni de preguntarme cómo se encuentran mis compañeros de fuga. Tanto que, cuando se detiene, sigue resonando en mi mente un agudo pitido durante varios segundos.

Con cautela, me asomo por el umbral. Orión se encuentra a pocos pasos, con un porte de confianza tal como el que se esperaría del que lleva a un ejército a su espalda.

Su puño me apunta, y en su mirada advierto que, por fin, me ha reconocido. Entonces, una sonrisa asoma en su rostro.

Alter EgoWhere stories live. Discover now