24. El Centro

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Despierto totalmente desconcertada, sin recordar dónde me encuentro ni por qué, con la única certeza de que el dolor de cabeza que tengo no puede ser normal.

Tras haber parpadeado varias veces para acostumbrarme a la luz, miro alrededor. Me encuentro en una sala de un blanco inmaculado, salvo por una puerta en una de las paredes, de metal oxidado. Hay una mesita de acero con instrumentos médicos sobre ella, algunos de ellos manchados de sangre. Camuflado entre ellos reconozco a Morf, y suspiro de alivio. Bien, solo quedan un millón de preguntas más. Para empezar, ¿dónde está mi brújula?

Trato de incorporarme, y una punzada de dolor me atraviesa el hombro izquierdo. Entonces todos los recuerdos vienen de golpe. El arresto de Galo, el mío propio, el interrogatorio, la tortura y el intento de fuga. La pelea, el disparo, Leo.

Me llevo una mano a la frente para comprobar que tengo un chichón en la sien del tamaño de una pelota de golf. Por suerte, no hay ningún espejo a la vista, porque no me gustaría ver el destrozo que debo de tener por cara.

La puerta se abre, y entra uno de los hombres más altos que he visto en mi vida. Viste una bata de extraño color azul que cubre su delgado cuerpo hasta los tobillos, y me mira a través de sus gafas de montura fina y cristales redondos, esbozando una amplia sonrisa que me resulta casi inquietante.

Me incorporo, esta vez ayudándome solo de la mano derecha.

—Justo a tiempo—dice el médico, con un extraño timbre de voz—. ¿Cómo te encuentras? ¿Puedes mover el brazo? Del uno al diez, ¿cuánto dirías que te duele la cabeza? ¿Prefieres la medicina en un filete, en arroz, o en un plato de sopa calentito? ¿Cuántos golpes te dieron antes de perder la conciencia?

Parpadeo tantas veces que mi vida parece una película a cámara lenta, abrumada por todas las extrañas preguntas del doctor. Le miro a los ojos, esperando que sea todo una broma pesada, pero él mantiene la mirada fija en mí, como si esto fuera lo más normal del mundo. Entonces veo algo en su mirada que me hace fruncir el ceño.

—¿Bi..?

—¿Veinte?—me interrumpe, más alto de lo que a mis tímpanos les gustaría—. ¡Premio! Te has ganado el plato de sopa.

Me da la espalda y sale de la habitación, mientras me quedo boqueando, completamente confusa. Definitivamente, nada de esto contribuye a mejorar mi dolor de cabeza.

El doctor vuelve con una bandeja en las manos, igual de sonriente. Sobre la bandeja hay un cuenco humeante, que deposita sobre el colchón de la camilla, a mi lado.

—Tómatelo—me dice el doctor, por primera vez en un volumen aceptable—. Te ayudará a aclararte.

Hago lo que me dice y le doy un par de sorbos al caldo. A la vez que el líquido baja por mi garganta, siento cómo mi temperatura corporal sube y mi dolor de cabeza disminuye.

—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Eso son muchas preguntas a la vez—dice el doctor, pícaro, como si no lo acabara de hacer él hace apenas unos segundos—. Pero intentaré contestar. Estamos en la enfermería del Centro de Retención. Mientras te traían al Centro, asaltaron el vehículo policial y tú perdiste la conciencia al recibir un disparo en el hombro. Cuando llegasteis, te trajeron aquí para que te sacara la bala. Eso fue hace tres días. Desde entonces te has echado una laaarga siesta. Qué envidia, por cierto.

Trato de asimilar la montaña de información que me acaba de llover, mientras doy otro sorbo a la sopa. Entiendo la jugada de Leo. Cambio de identidad. Así evitamos que Dante y Gerard me reconozcan y conseguimos un traslado al sector de delincuencia común. Dos pájaros de un tiro. La inteligencia del chico es innegable, y va a pasar un tiempo antes de que vuelva a poner en duda sus opciones. El único cabo suelto es: ¿qué hizo con mi antigua identidad?

Alter EgoWhere stories live. Discover now