6. Encerrada

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Al volver a la calle principal de Helix, sólo puedo pensar una cosa: ¿qué me he perdido?

Ya antes de llegar a ella se advertía un ligero cambio en el ambiente. En un principio lo asocio a un aumento en la humedad del aire, pensando que debe de estar lloviendo arriba, pero pronto me doy cuenta de que, en realidad, algo ha disminuido: el ruido.

Al entrar en la calle principal, veo a una muchedumbre congregada. Algo que sería perfectamente normal si no fuera porque están completamente quietos, todos mirando al mismo lugar.

Sigo la mirada de la gente hasta el palco de la residencia hélica, lo más parecido a un edificio administrativo aquí abajo. Allí se encuentran apostados media decena de soldados hélicos, envueltos de pies a cabeza en sus armaduras de ferroquitina de los colores de la casa: negro y púrpura. Al igual que los que nos recibieron a Lisa y a mí en la entrada, llevan una hache plateada en el pecho, solo que en este caso sobre una placa de aleación bio-metálica.

Desde luego, no escatiman en gastos para dar una buena impresión.

Me aproximo a los límites de la multitud, procurando no verme rodeada de gente. Todos en ella parecen expectantes, inquietos, a la espera de un acontecimiento. Hasta aquellos más perjudicados por las sustancias ingeridas parecen haber disipado la niebla de sus ojos para estar más atentos.

Atentos a lo que sea que esté a punto de asomarse por ese palco.

Da la casualidad de que me detengo cerca de la Calle 13, y al mirar atrás me encuentro con el crío que nos abrió la puerta del Colors. Su rostro es inexpresivo, y en cuanto me ve fija los ojos en mí. Miro alrededor, preguntándome si Bibi estará cerca. Sin saber qué más hacer, me acerco a él.

—¿Qué les pasa?—le pregunto, señalando a la multitud—. ¿A qué están esperando?

El niño, sin pronunciar una sola palabra ni modificar su expresión lo más mínimo, saca una tableta de su bolsillo y me la muestra, con una frase ya escrita: «Han cerrado Helix».

Miro a la tableta, al niño, luego a la multitud, y finalmente al niño de vuelta. La pregunta que ya me hacía antes se repite ahora con el doble de intensidad. ¿Qué cojones ha pasado aquí? Casi no deja lugar a preguntarme cómo sabía el niño qué iba a preguntar.

Detrás de mí, pues digo mirando de frente al chico, el murmullo generalizado desaparece poco a poco, al tiempo que las puertas del palco se abren y alguien las cruza. Un hombre, joven, con pelo negro liso peinado como si tratara de ocultar algo en su frente. Vestido con camisa y vaqueros negros, parece no haber superado del todo la pubertad. Sin embargo, el detalle que más destaca de él son sus gafas. De montura cuadrada negra, sus cristales brillan doblemente: por una parte está el reflejo de la ciudad y por otra la luz azulada que indica que son más que unas simples gafas.

Y, a pesar de todo esto, es de lo menos extravagante que he visto por aquí abajo.

Apenas mira a la gente, sino que mantiene su cabeza gacha. Podría parecer vergüenza, pero corrige su postura en cuanto apaga la luz de sus gafas con un botón en la montura. No tenía vergüenza, simplemente no le importa la gente. Mira desde arriba, aburrido, y con un ademán apaga los pocos murmullos residuales entre la multitud.

—Estimados ciudadanos de nuestra oscura comunidad—empieza, con un tono exageradamente burocrático—, lamento informaros de que, debido a un pequeño percance sucedido en nuestras calles, nos hemos visto obligados a cerrar nuestras puertas hasta nuevo aviso. Hasta entonces, por favor disfruten con plena normalidad. Les ruego disculpen las molestias. Muchas gracias.

En el fondo de mi memoria, resuena una frase de mi padre: «un no tan bonito que parece un sí».

Pero no en todos ha surtido efecto.

Alter EgoWhere stories live. Discover now