3. Sin arreglo [2/2]

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Demasiado inquieta como para volver al sótano, decido caminar hacia el puerto del sur de la ciudad.

A pesar de encontrarse en una isla, la ciudad apenas cuenta con un puerto comercial, más utilizado para abastecer la ciudad que para comerciar con el exterior, del que apenas se sabe nada. A primera vista, la ciudad parecería un lugar horrible para levantar una ciudad, pero una entiende los motivos de su prosperidad cuando llega al borde de ella. Al estar completamente rodeada de agua, solo conectada con el continente mediante varios puentes que crecen de forma radial, es imposible salir de la ciudad por voluntad propia. Con los puentes controlados por peajes casi criminales, la única forma de salir de forma desapercibida es por barco. Y conseguir un barco, como es de suponer, no es tarea fácil.

Llego al muelle más cercano, situado al sudeste de la isla. Con la acera y la carretera construidas varios metros por encima del nivel del agua, es necesario bajar una veintena de escalones para llegar al embarcadero como tal. Pero yo me quedo en lo alto, observando a mi paso las naves cargadas de todo tipo de mercancías, alguna de ellas incluso legal. Curiosamente, me encuentro con un ambiente más ajetreado del que se puede observar normalmente. Me pregunto a qué se puede deber, hasta que escucho a dos marineros exageradamente habladores, gritándose desde extremos opuestos del barco.

—¿De verdad te crees los rumores?—dice uno de ellos, que por su edad asumo que es el aprendiz.

—¿Y qué más da si me los creo?—contesta su maestro—. Hay que aprovechar antes de que los Cappoli reaccionen.

Ignoro cómo funciona el sistema de comercio y tráfico con el exterior, pero parece que a unos cuantos les ha venido bastante bien la situación, con Fido Cappoli detenido y su familia paralizada. Ahogo una risa al pensar que soy la única que sabe lo que ha pasado en realidad.

Doy un traspié cuando choco de frente con algo. O más bien, contra alguien. Un hombre, por su complexión, cubierto hasta arriba de ropa oscura, se aleja caminando como si llegara tarde a alguna parte. Me entran ganas de gritarle toda clase de barbaridades, pero tomo conciencia de que lo peor que podría hacer es llamar la atención. Por tanto, decido morderme la lengua y alejarme del lugar.

Al ver a una familia almorzando en su barco, me doy cuenta de que ya debe de ser la hora de comer. Sin embargo, todos los restaurantes y puestos de comida del barrio están cerrados, la mayoría de ellos por una huelga que nadie sabe hasta cuándo va a durar.

Se abren ante mí dos opciones: colarme en alguno de los restaurantes cerrados y probar suerte por una barra libre, o caminar hasta el centro de la ciudad y comprar algo de comida con el dinero del matón de anoche. Después de sopesarlo, me sorprendo a mí misma eligiendo la segunda opción.

Las calles prácticamente vacías del sur de la ciudad, pobladas por amenazas puntuales a lo lejos, se ven sustituidas por una multitud ruidosa y caótica, en la que resulta prácticamente imposible sobresalir. Y esta multitud circula toda por una misma calle: la Vía Magna, una avenida que atraviesa casi por completo la ciudad de norte a sur, interrumpida únicamente por un par de edificios administrativos. Antiguamente una carretera de la que los gobernantes se enorgullecían en exceso, fue adaptada para la circulación de personas ya antes de que yo llegara a la ciudad. Y esa modificación se aprecia especialmente en esta época del año, en la que se monta el mayor mercado de toda la ciudad. Durante mes y medio, en la avenida conviven tiendas de electrónica y de última tecnología con puestos de alimentación y artesanía de lo más humildes. Esta mezcla tan extraña da lugar a un paisaje bastante pintoresco, por no hablar de las cicatrices que muestran algunos edificios.

Me acerco al primer puesto de fruta que veo. Sin fijarme mucho en los precios y sin molestarme en regatear, ya que tampoco conozco muy bien los precios comunes, me compro un saco de cinco manzanas pequeñas que me ato al cinturón.

Observo el dinero que me queda tras la compra, apenas unas pocas monedas que a un ciudadano normal no le durarían ni un día. En cambio, yo las guardo como uno de mis mayores tesoros. Es posible que supongan la diferencia entre la vida y la muerte algún día.

Doy un paseo por la avenida, fingiendo por un día ser una persona normal. Aun así, me resulta imposible no fijarme en objetivos potenciales. Puertas traseras abiertas, vendedores despistados, billetes a la vista... Entre eso y la gran distracción que supone tanta multitud, no sería muy complicado colarse en alguno de los puestos.

Entonces me fijo en que no soy la única buscando posibles trabajos. Un crío, preadolescente, se acerca a la puerta trasera de una pequeña tienda de ropa y accesorios. Tras echar un vistazo, me lanzo a detenerle.

Justo antes de que ponga un pie en el interior de la tienda, cojo al niño del brazo y le alejo de un tirón. Como es comprensible, el niño se me queda mirando estupefacto. En un vano intento de calmarle, me llevo la mano al pecho, con el dedo índice en alto, como si mandara callar al corazón. El chico comprende la señal, y se relaja un poco.

Sin siquiera mediar palabra, le llevo al lateral del puesto y le señalo a uno de los clientes que espera a ser atendido. Como acaba comprendiendo, no es un verdadero cliente, sino un vigilante camuflado, que observa con más fijación de la normal la puerta a la trastienda.

El niño se vuelve hacia mí con el ceño fruncido. Como respuesta, yo saco una de las manzanas de la bolsa y se la ofrezco. Tras varios segundos de vacilación, la toma y me da la espalda para salir corriendo. Todo en su forma de ser se hace propio de un perro callejero. Y, como a un perro callejero, lo más probable es que no lo vuelva a ver.

Nunca me acostumbraré a esto. Tengo asumido que los adultos tengan que buscarse la vida. Pero los niños...

Después del incidente con el niño, se me quitan las ganas de seguir paseando entre gente indiferente a los problemas de los demás (gente a la que pertenezco aunque me esfuerce en olvidarlo), así que decido volver a casa, mientras voy dando bocados a otra de las manzanas. Me doy cuenta con gusto de que sabe mejor cuando la he pagado. Me cuesta imaginar cómo será cuando la pague con dinero mío.

Ya es bien entrada la tarde cuando llego al callejón de mi sótano. Tras llevar a cabo el ritual para asegurarme de que nadie me ha seguido, bajo y dejo el saco sobre el colchón en el que aquella chica durmió ayer. Aún me pregunto cómo pudo desaparecer tan rápido.

Al llevarme la mano al bolsillo para sacar las monedas que me quedan y ponerlas a buen recaudo, palpo algo más. Lo saco, y veo que se trata de un trozo de papel, como el que se usaba antaño para escribir. ¿Cómo ha llegado ahí?

Hago un esfuerzo por recordar. Pero, tras haber estado rodeada de tal multitud, soy incapaz de recordar todos los detalles.

Sea como fuere, leo la nota:

Sabemos lo que has hehco. Sabemos dónde vives. Volveremos a encontrarnos.

En ese momento, alguien golpea la trampilla.

Alter EgoWhere stories live. Discover now