La puerta da directamente a un pasillo amplio cuyo otro extremo da a un patio trasero. A ambos lados, varias puertas dan a distintos salones ya amueblados y decorados con tanto gusto que parecen diseñados por Bibi.

Pero el cúlmen de mi sorpresa llega más adelante. Una enorme habitación con una ventana que da a la cocina y unas escaleras que ascienden hasta la segunda planta. Las paredes están pintadas de blanco y el suelo de madera cruje un poco cuando entramos. Un gran ventanal da al patio trasero, con una piscina como nunca la había visto antes.

—No sé para quién trabajas—comenta, completamente alucinado—pero sigue así.

Exploramos toda la casa, y decidimos en qué habitación dormirá cada uno. Escojo la más pequeña de todas, aunque sigue siendo más grande que el sótano en el que vivía antes. Dejo lo poco que me llevé de allí y lo dejo guardado. Contemplo las pocas monedas de plata que guardaba con tanto recelo. Es curioso cómo, en menos de un día, he ganado más del doble de lo que había ganado en meses. Sin embargo, harían falta muchos años así para que le dejara de dar valor a estas pequeñas piezas de plata y de bronce.

Entonces saco el cuero con los restos de la brújula, y dejo caer los trozos sobre la cama. Los observo, intrigada. Desde pequeña, tenía entendido que era una brújula que apuntaba a mi otro yo, a mi alma gemela. Sin embargo, aún después de rota, me ha llevado una y otra vez a Lisa. ¿Por qué?

—¿Me acompañas a por mis cosas?—pregunta Galo desde la puerta.

Asiento y se va. Recojo las piezas de cristal y cobre y las guardo de nuevo en la bolsa. Antes de llevarla al bolsillo, susurro, a quienquiera que sea el responsable de haberme encontrado con Lisa:

—Gracias.

Tanto su actitud como la mía son distintas en el camino de vuelta. Después de tanto tiempo, parece que nos empieza a ir bien. Tras todo lo sufrido a lo largo de estos años, él más que nadie merece una vida digna, aunque nunca le he visto quejarse. Ni una sola vez.

Hay otra diferencia, o quizá no me diera cuenta antes. Las paredes de los edificios están repletas de panfletos, donde un hombre de mediana edad y con una cicatriz cruzándole el ojo izquierdo grita, llamando a la gente a manifestarse. Además de un par de frases patrióticas y emotivas, leo un lema en la parte inferior de los carteles:

"NO SEREMOS SU CARNAZA. ¡HAY QUE ACABAR CON SU TIRANÍA!"

Automáticamente, me surgen varias preguntas, tal vez por mi ignorancia en cuanto a política. ¿Sabe Grayhold de estos carteles? ¿Quién es ese hombre? Y, por último, pero no menos importante, ¿con la tiranía de quién hay que acabar, exactamente? Por lo que tengo entendido, Grayhold fue elegido democráticamente. No tiene ningún sentido.

—¿Tienes idea de quién es ése?—le pregunto a Galo.

Frunce el ceño al mirar a los carteles, aunque la sonrisa no se va de su cara.

—Es la primera vez que lo veo—contesta—. Parece un poco pretencioso, ¿no crees?

Me encojo de hombros. Soy la menos indicada para opinar, y ya habrá tiempo para preocuparse de esto, si es que llega a convertirse en un verdadero problema.

Llegamos a la calle de la tienda de Galo en pleno atardecer, y siento que toda la tarde se va a ir al traste con un solo vistazo.

Frente a la tienda de antigüedades, vemos un coche. Por si eso no fuera lo bastante extraño, resulta ser uno de policía. Miro a Galo, a quien se le ha esfumado la sonrisa. Mira la escena preocupado.

Frente al escaparate, dos agentes escrutan el interior de la tienda, y llaman a golpes a la puerta.

Galo se acerca aprisa, antes de que me dé tiempo a advertirle que no lo haga.

—¿Hay algún problema, agentes?—pregunta, con toda la formalidad que es capaz de utilizar una persona.

Los agentes se vuelven hacia nosotros, y reconozco a uno de ellos. La mujer que intentó apresar a Paulo. Cynthia, creo que se llamaba. Estoy a punto de salir corriendo, pero ella no me reconoce.

—¿Galo Davis?—pregunta su compañero, un hombre negro fornido. Lleva unas gafas de sol y el pelo rizado y compacto en su cabeza. Su mandíbula ancha demuestra una fortaleza de la que Orión habría estado orgulloso.

Mi amigo asiente, y el policía da la señal. Cynthia se acerca a Galo, con las esposas en la mano. Galo me mira, y reconozco la confusión y el miedo en sus ojos.

—Espere, ¿qué...?

—Está usted detenido por el fraude de ciento cincuenta y siete oros a lo largo de dos años y medio, por medio de falsas denuncias de robo—declara el policía, casi como si le gustara hacer esto—. Ya conoce todos sus derechos. Le agradecería que no nos dificultara la operación.

Galo asiente, con sumisión. Sabía que esto le podía pasar. Le ponen las esposas y le meten en el coche. Justo antes de que le cierren la puerta, Galo me dirige la que bien podría ser nuestra despedida definitiva:

—Ha sido un placer trabajar con vosotros.

/CONTINUARÁ.../

Alter EgoWhere stories live. Discover now