—Y esta es la sala oficial de recepción —dijo Jefrid ajeno a mi completa inconsciencia... ya me había perdido, ¿Cuántas salas de recepción llevábamos ya?

—¿Me puedes decir cuantas salas de recepción hay en total? —pregunté. Llevábamos caminando como tres horas y mis pies probablemente tendrían que ser amputados debido a aquellos infernales tacones del demonio que me habían colocado esa mañana.

—Dieciséis —contestó educadamente.

—Bien —dije perdiendo el tiempo—. Dieciséis —repetí—. ¿Y para que narices quieren dieciséis salas de recepción si no tienen ni una maldita silla en ninguna? —gemí no aguantando más aquel dolor de pies. Ni una puñetera silla en tres horas, ¿Es que tenían algo en contra de las sillas? Con lo cómoda que era aquella cama en la que había dormido...

—¡Señorita! —gritó el mayordomo cuando me quité los zapatos y sentí el frío suelo de mármol bajo mis pies calmando el dolor

—Ay dios... que gusto —gemí de puro placer.

—¡Pero señora!, ¡No! —contradijo exaltado.

—Pero si no nos ve nadie —dije despreocupada mientras me inclinaba y recogía los zapatos con la mano. El mayordomo parecía algo contrariado y no cesaba de mirar de un lado hacia el otro. 

—¡No puede salirse de la alfombra roja!, ¡El suelo de mármol es el original de la construcción! —susurró para que nadie más le oyera a pesar de que las salas eran tan grandes que hacían eco.

—¿Enserio? —gemí sorprendida y me reí—. Pues es fresquito y bastante suave para tener tantos años —dije deslizando mis pies descalzos.

—Por favor señorita, vuelva a la alfombra, podrían vernos.

—¡Uiiii! —dije antes de pisar de nuevo la alfombra roja y noté como Jefrid relajaba los músculos, aunque probablemente aún seguía tenso por haberme quitado los zapatos—. ¿Entonces no usan estas estancias? —pregunté sabiendo la respuesta.

—No, permanecen completamente cerradas, dejaron de usarse hace más de sesenta años debido al deterioro que sufrían con el uso —respondió tajantemente mientras continuábamos la excursión.

Lo cierto es que era una pena tener tanta belleza cerrada. A pesar de mi espantoso dolor de pies, había podido contemplar los maravillosos frescos y molduras que las adornaban.

Tuve que volver a calzarme aquellos zapatos o Jefrid no me permitiría acceder al comedor donde se realizaría el almuerzo. Traté de convencerlo incluso ofreciéndole entradas para ver un Madrid-Barca pero no hubo manera... Así que con todo mi dolor y cara de sufrimiento avancé cuando me abrieron la puerta.

Para mi fortuna solo había una niña en la sala que me miró fijamente cuando entré.

—¡Hola! —dije sonriente. No aparentaba más de diez o doce años.

—Así que tú debes ser la campesina extranjera de la que todos hablan —contestó. No había esperado esa respuesta. ¿Campesina extranjera? No pude preguntar porque en ese momento entró Bohdan que venía hablando con un hombre muy parecido a él físicamente y supuse sería su padre. Hizo un gesto con la cabeza afirmativo y yo miré a la niña que no dejaba de observarme como si de mi cabeza salieran serpientes.

—¿Celeste? —escuché que dijo Bohdan mientras yo volví la vista y él parecía indicarme que me acercase—. Padre, le presento a la señorita Abrantes —añadió mientras aquel hombre me observaba meditando su respuesta.

¿Se suponía que debía hacer una reverencia o algo similar? Como mujer precavida vale por dos, me incliné teatralmente y escuché las risas de aquella niña detrás de mi.

¡Mierda!, pensé. O la reverencia no se hacía así o es que no había que hacer reverencia, ¿Tal vez en privado no se hacían? No tenía ni pajolera idea.

—Espero que pase con nosotros una agradable estancia, señorita Abrantes —dijo aquel hombre con sobriedad. Tanto, que casi me hizo sentir importante.

—¡Que tengo dicho sobre como tus modales a la mesa Margarita! —La voz irritante de aquella mujer hizo que todos callaran y se dirigieran hacia la mesa.

—Si madre —escuché decir a la joven infanta, ya que, por el nombre, coincidía con el que Jefrid me indicó esa misma mañana. Supuse que mi lugar sería el único asiento libre que quedaba a la mesa, un sirviente apartó la silla cuando me acerqué.

El silencio reinaba hasta que trajeron el primer plato.

—Escargots de Bourgogne —mencionó el sirviente tras dejar el plato. No me enteré un pimiento del nombre del supuesto plato, pero eso eran caracoles. Caracoles gordos de toda la vida del señor por mucho refinamiento que tuviera el nombre.

La cuestión era la siguiente; independientemente del asco que me daba el simple hecho de comerme un bicho que se arrastraba babeando por el suelo, ¡Como demonios se comían los caracoles con cuchillo y tenedor! A la mierda mis planes de intentar ser finolis por una vez en la vida.

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De Plebeya a Princesa Où les histoires vivent. Découvrez maintenant