Cap. 6.3 - Eaco y Asterio

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Eaco y Asterio



En la costa Este de Leinster estaba levantando el campamento de los ingleses y el obispo Lydawc aún se encontraba en ese lugar. Estaba sentado en su silla abatible frente a un tablón que los soldados habían colocado sobre dos piedras a modo de mesa y estaba protegido siempre por su guardia personal. Había estado pensando durante toda la tarde en cómo hacer salir al príncipe del monasterio. Preocupado pues la empresa estaba costando más de lo previsto y su permanencia en ese campamento se tornaba peligrosa. Ahora debían cambiar de estrategia urgentemente. En esto estaba cuando el grito de un guardia lo hizo salir de trance.

— ¡JINETES!

Lydawc saltó de su silla y con preocupación miró hacia el camino entre los árboles. Tuvo que esperar un buen rato antes de que los visitantes pisaran la playa y hasta entonces pudo identificarlos y relajarse.

Enseguida indicó a los soldados ingleses que se trataba de aliados y no de enemigos y todos se relajaron aunque se mantuvieron alertas. Uno de los visitantes era alto y corpulento con un casco en el cual sobresalían dos cuernos de toro y unos ojos iracundos negros y saltones. El otro era un poco más bajo de estatura y de complexión delgada con un casco estilo espartano que dejaba ver casi toda su expresión agobiada.

Cuando por fin llegaron, se detuvieron frente a Lydawc y lo saludaron de forma diplomática pero con un gesto cargado de frustración y sarcasmo, como si no estuvieran contentos de su viaje y como si no desearan demostrar verdadero respeto por el obispo. Ante el espectáculo casi cómico que ofrecían las diferencias entre los dos viajeros, Lydawc sonrió y aparentó al fin dejar sus pergaminos para prestar atención a la visita. Con voz algo burlona les dijo así:

— Señores, parece que han aprendido una lección y ahora viajan en pares.

El más delgado de los visitantes pareció enfurecer e hizo un gesto como de serpiente al lanzar un ataque con sus colmillos. Entonces habló de modo asqueroso y en un timbre de voz agudo que resultaba molestó para quien lo escuchaba.

— ¿Que sucedió con Leónidas? ¿Es cierto que está muerto?

— El cuerpo que habitaba lo está — corrigió Lydawc y el hombre se molestó por la insolencia.

— Sabes a que me refiero, ¿Cómo es posible? ¿Cómo sucedió eso?

A lo que Lydawc tomó aire y echándose atrás respondió con una voz diplomática pero al mismo tiempo con mirada retadora.

— Parece que tu hermano Leónidas se confió y se enfrentó sólo a nuestros fugitivos. De algún modo lo vencieron y desmembraron su cuerpo. No hay nada que hacer por él, su demonio yace en algún lugar de los infiernos donde supongo, estará feliz con esa alma humana que se robó.

— No hay más infierno que éste y nosotros no estamos aquí para robar almas.

— Lo sé Eaco — respondió el obispo cambiando un poco su tono —. Si les sirve de consuelo, les diré que los fugitivos recibieron ayuda.

Tal revelación hizo exaltarse a los viajeros e inclinándose ambos sobre los maderos que servían de mesa preguntaron casi al unisonó.

— ¿Ayuda de quién?

Lydawc tardó en responder, pero al final lo hizo lanzando otra pregunta y poniéndose más serio y mucho menos retador. Como si aquel asunto fuera más importante que las rencillas con los hermanos.

— He oído que el mago Mandhatri hace cosas insólitas con la niebla; la moldea, le da forma a su gusto y le ordena incluso atacar a sus enemigos. Los deja ciegos, les dibuja siluetas y hasta les muestras rostros espectrales de humo. ¿Es verdad todo eso?

El Imperio SagradoWhere stories live. Discover now