Escena extra: Herón & Steven

27.8K 979 1.7K
                                    

Noviembre, 2002

Nadie previó que algo inesperado y diferente sucedería aquella tarde, o que el pequeño Isaac se ganaría un amigo interesante.

La mañana siguiente del suceso, la señora Isabella apareció enojada buscando al pequeño Isaac. Tan pronto vio al niño empezó a sermonearlo.

—¿Qué le hiciste a mi pequeño? —inquirió la mujer, con evidente molestia.

—Nada —balbuceó el niño, asustado—. Se lo prometo, señora, no hice nada.

—¡Tú lo hiciste! —seguía insistiendo la madre, a punto de echarse a llorar—. Owen no ha comido ni se ha levantado de la cama luego de que viniera a jugar contigo, ¡malagradecido!

—Debe haber una explicación, señora Isabella. Es imposible que mi hijo haya tenido que ver —se apresuró a decir la madre de Isaac.

—¡Por supuesto que sí! No solo es mi hijo, también Joseph y Max han caído enfermos. Ellos tres solo vinieron a jugar con tu mugroso hijo. ¡Jamás debí permitir que vinieran!

—Yo no... yo no hice nada —susurró el niño con horror.

—¿Entonces por qué no estás enfermo? —preguntó entonces la señora Isabella, enrojecida por la rabia—. ¿Por qué estás bien?

—Ellos solo se fueron... —Isaac pronunció, deteniéndose antes de decir algo inaudito. A su mente llegó parte de lo ocurrido, arremolinándose en su cabeza como escenas de películas de terror.

Él prefirió omitir que sus amiguitos se habían marchado con miedo luego de que un hombre apareciera por arte de magia a castigarlos con una terrible maldición. No iba a decirles a los adultos que aquel desconocido les había lanzado un feo hechizo por ser niños malos; aunque Isaac quisiera hablar, nadie iba a creerle.

Bastaba con ver la pequeña figura del niño para que la señora Isabella terminara de entender que no conseguiría nada. Esos enormes ojos azules a punto de romper en llanto solo podían guardar el verdadero rostro maquiavélico de Isaac, oculta bajo esa ingenua y débil apariencia. O al menos, eso es lo que la mujer quería creer. Los ojos de Isaac siempre lucían alegres y desinteresados, siempre brillando de esperanza como si pudiese comerse al mundo en un bocado.

La señora Isabella terminó por irse luego de comprender que no obtendría la respuesta que quería, aunque se aseguró de avisar que no olvidaría el incidente y que jamás volvería a contratar a la madre de Isaac en otro trabajo.

Isaac pasó los siguientes días en vela. Desde aquel incidente, había estado con una vaga sensación de ser escrutado en silencio. En su casa, en su mugroso cuarto, en la calle e incluso mientras intentaba dormir. Aunque mirase a los lados o se detuviera a analizar su entorno, el mundo era ajeno a su insignificante existencia.

Quería creer que la razón de su paranoia era por las mismas razones absurdas de siempre. De vecinos alborotados que simulaban compasión y empatía, de niños malcriados que, a expensas de sus padres ausentes, abusaban de la debilidad y fragilidad de otro, presumiendo a gritos la carencia de afecto en sus hogares.

Prefería pensar que se debía a ellos y no porque estuviera volviéndose loco con lentitud. Estaba con su madre sentada frente a una mesa desgastada, almorzando, cuando creyó escuchar la voz aguda de su madre inmiscuirse entre sus pensamientos.

—Isaac, te estoy hablando.

Él parpadeó, confundido.

—Perdón, madre, ¿dijo algo? —preguntó el niño.

Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora