67. Lo imposible y lo inaudito

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—Puesto que el asunto sucedió de este modo —comenzó a decir Herón a Adam respecto a la escena con el señor Gerard—, necesitaré un cuerpo nuevo —agregó con una expresión de insuficiencia en el rostro.

Sin molestarse en recoger su paga, salió hasta el parqueo, donde observó a la mayoría de sus compañeros dispersos por todo el lugar. Adam, sin poder opinar o pronunciar palabra alguna, tuvo una sensación que le gustaría decir que estaba acostumbrado a sentir, pero que su espíritu no grababa. Sintió en su alma la sensación de ser arrastrado contra su voluntad, como difuminándose en el aire, justo en el momento en que Steven observaba en su dirección, probablemente buscando a Herón.

Lo último que vio Adam fue al señor Gerard subir a un vehículo blanco, tan borrosas e inconexas le resultaron las imágenes antes de ver con claridad la lúgubre y triste habitación de un sitio particular. Apenas había pasado poco más de una semana desde que no pisaba ese cuarto, pero casi lo sentía lejano, como una pesadilla al que creyó jamás volver a repetir.

Tanto Herón como Adam, conocían las morgues y funerarias de los diferentes distritos; eso les permitía elegir el lugar donde situarse sin ser vistos. Además, tomar precauciones resultaba innecesario, pues a un fantasma nadie lo veía y un demonio podía elegir ser visto o jugar con el miedo de las personas. Herón no escogía ni lo primero ni lo segundo, él mataba quien osaba posar sus ojos en él en pleno acto.

Las morgues de los hospitales eran las más accesibles del montón porque estaban deshabitadas y, en la mayoría de los casos, los cuerpos no eran reclamados.

Una vez dentro, Herón observó los cadáveres. Algunos estaban cubiertos por mantas blancas sobre mesas metálicas y otros yacían en bolsas plásticas o en contenedores.

Inspeccionó despacio cada detalle de los cuerpos para elegir uno que recién hubiera perdido la vida.

Adam, a su lado, soltó un suspiro, aún con las dudas taladrándole la mente. Temía que, si seguía de ese modo, acabaría por reventar de las ganas de hacerle al menos una pregunta, quería romper el silencio que envolvía el ambiente frío entre los dos.

¿Qué debería decir? ¿Qué podría preguntar? Quería saber demasiadas cosas.

Sin embargo, tomando al pobre Adam desprevenido, fue Herón quien exhaló fuerte y habló.

—Preferiría matarlos —dijo a la nada, como respondiendo una consulta que jamás fue pronunciada en voz alta.

Fueron palabras aterradoras, Adam sintió un escalofrío al pensar en a quiénes podría referirse. Experimentó una extraña colisión de reacciones en su alma, brutal e incomprensible.

—¿Te encuentras bien? —No era precisamente lo que quería decir, por lo que su tono resultó un poco quebrado, indeciso.

—Comienzas a desesperarme —soltó el demonio, malhumorado—. Pregunta lo que quieras.

Adam había olvido algo importante: toda emoción que él sintiera, Herón la leería. Sus inquietudes, sus inseguridades, su propia desconfianza, su miedo y la desolación; él las sentía como si fueran suyas.

—¿Qué harás?

Herón soltó un bostezo, molesto. Parecía aburrido.

—¿Azael es alguien realmente terrible? —curioseó Adam entonces al verlo con esa expresión de: «esperaba una pregunta más interesante». Su siguiente cuestión tampoco parecía ser de gran relevancia, pero, a diferencia de la primera, esta sí obtuvo una respuesta inmediata.

—Solo es un desgraciado —habló el demonio, su tono era desinteresado. Herón tenía palabras más adecuadas y fuertes para describir a su compañero demonio, sin embargo, cada una de ellas estaba acompañada de una historia que terminaba hiriendo un poco de su orgullo.

Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora