33. Cadáveres ambulantes

16.4K 2K 230
                                    

En las orillas de una de las calles principales de la ciudad, la familia Stewart dormía hasta las seis de la mañana. La señora Loisa era la primera en despertarse para prepararle el desayuno a sus dos hijos: Samanta y Lucas.

Loisa caminó hacia el cuarto contiguo. Dio unos pequeños golpes en la habitación de sus hijos mientras repetía las acostumbradas palabras matutinas.

—Niños, despiértense —dijo con voz suave mientras soltaba un enorme bostezo. La noche anterior se había ido a la cama muy tarde—. Sam, ayuda a tu hermano a cambiarse de ropa. Iremos a misa.

La niña, que recién entraba en la pubertad, se cubrió el rostro con sus edredones color rosa, negándose a madrugar un día domingo. Su hermanito, Lucas, fue el primero en salir de la cama y empezó a molestarla.

—¡Sam, Sam! —A Lucas le pareció una idea genial tirar de las sábanas que cubrían el cuerpo de su hermana—. Sam, despierta, ¡Sam! —gritó, al ver que ella le prestaba poca atención.

Siendo un niño bastante entusiasta, saltó encima de la cama con la intención de despertar a Samanta, quien bufó y bajó de la cama de mala gana; luego, caminó hacia el cuarto de baño que estaba en el pasillo.

—Necesito mi propia habitación —dijo Samanta a modo de reproche en voz alta, deseaba que alguno de sus padres la hubieran escuchado.

Y habría recibido una respuesta, pero el grito de Loisa alertó al padre de familia y llevó a que se ignorara el comentario de su hija. El chillido translucía suficientes como para que el resto de la familia se apresurara a salir de sus habitaciones e ir a donde la mujer estaba. El señor bajó las escaleras del segundo nivel para socorrer a su esposa, la necesidad fue tanta que sus pantuflas quedaron en el olvido.

—Quédense ahí niños, no salgan de su habitación —ordenó el padre, sin saber todavía la gravedad del asunto que le llamaba en el primer nivel. No deseaba exponer a sus pequeños hijos ante alguna situación difícil.

—Cariño, ¿qué pasa? —preguntó con dulzura tras divisar a Loisa con las manos en la boca, viendo el pórtico. A medida que la distancia entre la pareja se acortaba, el señor pudo percibir el hedor filtrarse en sus fosas nasales, acto que le llevó a cubrir la nariz y la boca con el cuello de su camisa de dormir color celeste.

Richard Stewart socorrió a su esposa, le pidió que se alejara y que fuera junto a los niños para que él pudiera encargarse del resto, no sin antes analizar el estado de lo que había sido la puerta. Las bisagras no eran más que metal oxidado y las puertas de madera eran ahora polvo húmedo en proceso de fermentación

—Mi... mira en el pórtico, Richard —dijo la señora entre sollozo.

Desconcertado, él obedeció y caminó unos pasos hacia adelante. Lo primero que vio fue a algunas personas que se mantenían quietas en las orillas de la calle, viendo sin discreción algo en el pórtico de su casa. Escuchaba los murmullos, el zumbido de moscas, y sentía el hedor putrefacto aumentar conforme avanzaba.

Cuando estuvo cerca del lugar, jadeó de la impresión y quedó horrorizado.

***

A un costado de uno de los parques célebres, el instituto de señoritas Encarnación Rosario, no abría sus puertas hasta los primeros días del mes de enero; pero ese día, la directora, Ana Cameron, se vio en la obligación de acudir temprano para resolver unos asuntos. Había recibido una llamada informándole que las puertas del instituto estaban abiertas y con algo tirado en el patio.

Intrigada, la mujer se apresuró y estacionó su auto a una distancia prudente a causa de la gran multitud que obstaculizaba su paso al estacionamiento. Se apresuró a abrirse paso entre el gentío que curioseaba en su instituto.

—¡Buen día! —Saludó ella con amabilidad al ver a una de las maestras que le informó sobre el acontecimiento—. ¿Qué ha pasado?

La mujer de mediana edad, delgada e informal; tenía una prenda de ropa tapando su boca y señaló en dirección al gentío reunido. La directora obligó a varias personas a darle paso y, cuando todos se apartaron de su camino, reprimió un grito al ver la abominación tirada en el patio. Tomó la cruz que colgaba de su cuello y comenzó a rezar en silencio.

—¿Qué creen que signifique? —habló alguien entre la multitud.

—No sabía a quién llamar para notificarle de este asunto —informó otra persona que se abría paso entre la gente, con un teléfono celular en la mano—. ¿Estuvo bien que llamara la policía?

Nadie le respondió. Todos estaban consternados ante el cuerpo putrefacto de lo que parecía ser un chico desnudo. A simple vista, se podía deducir que llevaba varios días muerto; las hebras del cabello se desprendían del cráneo, varios pedazos de carne estaban segregados del hueso de la mano, de la pierna y de diferentes partes del cuerpo. El color del organismo variaba entre un morado verdoso y las moscas zumbaban alrededor.

—¡Directora! —exclamó la misma maestra, e inmediatamente la mujer dejó su incontrolable rezo para verla. Los presentes se voltearon ante el llamado y entraron al pequeño jardín situado delante de los salones.

—¡Dios mío! —profirió Ana al contemplar lo que ocurría.

Ella no comprendió el porqué de esos sucesos, nadie los entendía. La directora había sopesado la posibilidad de que fuera una simple coincidencia que, tal vez, secuestradores habían arrojado el cadáver solo para burlarse del instituto y de su vocación; sin embargo, un rosedal que había perdurado y florecido durante años, yacía muerto y seco en el patio. Semanas antes, la última vez que la directora la vio, la planta relucía con deslumbrante belleza, pero ahora solo era algo sin vida, algo vacío; una sobra de lo que antes fue.

La directora lloró, no sabía cómo reaccionar ante el asunto. Minutos más tarde, reporteros, forenses y la policía aparecieron y despejaron el área, dejando solo a los testigos para proseguir con una entrevista formal.

***

En alguna otra parte de la ciudad, un hombre prometió poner su vida en orden y, alejándose de su estado de ebriedad para concentrarse en lo que verdaderamente le importaba, pudo descubrir, mientras ordenaba los papeles tiradas en el piso, cierto mensaje que lo dejó desconcertado.

El mensaje era claro y minucioso. Por un momento, creyó que alguien le estaba jugando una broma, pero nadie más que él había entrado a la habitación. Su esposa vivía con sus padres. Incluso antes de sentarse a beber como si su vida dependiera de ello, creía haber cerrado con llave la puerta principal, por lo que la entrada de extraños era casi imposible.

Releyó los papeles, ponderó si lo mejor era indagar más al respecto o tirar los mensajes a la basura. El contenido del texto picaba en su interior, como si se arrastrara de adentro hacia afuera.

El mensaje era demasiado curioso, le resultó imposible quedarse con curiosidad. Con solo leer la palabra «venganza» cayó como una mosca a la miel.

Dobló los papeles y los metió en un libro grueso. Luego, alzó la mano hacia el teléfono de la casa y comenzó a marcar un número. La persona al otro lado de la línea contestó al primer timbrazo.

—¿Señor McShane?

—Necesito que investigues a una persona por mí.

—Sí, por supuesto. ¿Quién es? —El hombre soltó un suspiro, estaba acostumbrado a hacer ese tipo de trabajo.

—Steven Shelton.


¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora