8. El pequeño Billy

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El dormitorio de Billy, único hijo de la familia McShane, estaba en el segundo nivel de la casa. Él, como la mayoría de los niños de su edad, tenía cierto fanatismo por los superhéroes, en su caso, por el hombre araña. Tanto sus sábanas como sus almohadas y sus ropas particulares tenían el estampado de la figura de una araña.

En la pequeña cama, situada a un metro de la ventana, donde el aire frío de la noche entraba con tranquilidad, se encontraba descansando el cuerpo enfermizo de Billy. Los ruidos del exterior conseguían infundirle miedo con extrema facilidad, en especial el repiqueteo de las ramas del árbol plantado en el patio porque se arañaba contra la pared cuando el viento era demasiado fuerte. Antes, Billy no era tan temeroso; de no haber sido por la película de terror que sus primos mayores le obligaron a ver en su última visita, se sentiría mejor.

Según los médicos, las sudoraciones nocturnas y la fiebre alta —consecuente de la tuberculosis pulmonar—, pronto cesarían si se seguía el tratamiento al pie de la letra. Lo que resultaba bastante bien, porque el niño añoraba volver a sus clases y jugar con su vecino.

Billy era un niño muy fuerte, con una gran convicción por su capacidad de afrontar la enfermedad. Roxana, al percatarse de que su hijo se deleitaba con el aire frío que se colaba por la ventana abierta, se levantó para cerrarla, sin saber que ese viento en particular no era como cualquier otro.

Ella decidió ir al baño para mojar una toalla pequeña y colocarla sobre la frente de Billy. Al volver a la habitación, vio a su hijo con el rostro más pálido y los labios resecos, su aspecto parecía haber empeorado en su breve ausencia.

—Mami —llamó el pequeño, con la voz bastante débil.

Roxana se apresuró a sentarse encima de la cama, tomó la mano izquierda del niño y lo miró con dulzura mientras se preguntaba si debía llamar al médico.

—¿Qué pasa, bebé?

—Mami, ¿quién es él? —preguntó.

El niño tenía ladeada la cabeza a un lado. La mujer, extrañada, observó el lugar donde su hijo tenía la vista fija. Ella sabía a la perfección que el padre de Billy trabajaba a esas horas de la noche y las únicas personas que permanecían en casa a esa hora eran ella, Billy y una enfermera que estaba preparando una taza de té en la cocina.

Roxana miró, parpadeó y, sin importar cuánto abriera y cerrara los ojos, siguió sin distinguir a nadie en ningún rincón de la habitación.

«¿La fiebre le estará causando alucinaciones?», pensó la mujer en su mente.

Con una sonrisa, ella regresó su total atención hacia su hijo, quién mantenía los ojos entrecerrados, viendo con miedo en la dirección del armario. La madre arrugó sus robustas cejas y pensó en preguntarle a la enfermera si Billy podría estar delirando.

—Duerme, mi niño. Necesitas descansar. —Acarició con suavidad la frente húmeda de Billy. Luego, enrolló parte del cabello negro de su hijo en su dedo índice.

Los ojos azules de Billy eran apenas una línea entre sus párpados. Seguía viendo en la misma dirección y seguía balbuceando lo mismo.

—Mami, tengo miedo. Ese hombre me va a comer...

—No pasa nada, Billy. Voy a ir por la enfermera.

—Está detrás de ti, mami.

Ella miró a su espalda sin encontrar a nadie. Se apresuró a dejarle un beso en la frente antes de ir a llamar la enfermera, temía que la fiebre estuviera empeorando.

— No te vayas, mami. Te-tengo miedo.

—Será rápido —dijo ella y corrió hacia la puerta.

Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora