66. Un humano demasiado estúpido

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Adam nunca había visto a Herón tan serio e inquieto, tan enojado e indiferente a la vez.

En general, su seriedad era mucho mejor que su cortesía. Por mucho que fuese amable o intentara sonreír, siempre existía una segunda intención que le motivaba a actuar así. Esa tarde, después de que le informó acerca del señor de traje color blanco, el demonio no volvió a opinar, no le prestó más atención. Adam solo se limitaba a seguirlo, a verlo de cerca mientras contenía el impulso de preguntarle qué pasaba por su cabeza. El silencio de Herón resultaba abrumador y verlo tan absorto en sus pensamientos solo hacía que Adam intuyera un sinfín de sucesos o de futuros planes que atravesaban su mente.

Herón solo se limitaba a no dar rienda suelta sobre las posibilidades de algo cercano a una masacre. Creía en las palabras de Adam, pero también tenía la impresión de que estaba siendo engañado.

Desde aquella noche de domingo, después de despedirse de Selah, pudo presenciar con claridad cómo un humano llamaba a un demonio, lo sentía por sus emociones y por la falta de dominio sobre el individuo. Ignorar la presencia de uno de sus compañeros se convertiría en un juego de indiferencia. La posibilidad de que llegara por completo a su territorio era inaudita, aunque no imposible. La enemistad de Herón con sus compañeros demonios se remontaba a mucho tiempo atrás, cuando la humanidad sabía de su existencia, cuando mortales e inmortales armonizaban como esposos, hijos y padres; cuando los humanos todavía no aborrecían a las bestias que procreaban y a las monstruosidades que dejaban atrás. Todo eso, Herón lo recordaba. Era su pecado, era la caída de los Grigori. Era el fin de todo el conocimiento que tenía el hombre sobre los seres espirituales y demoníacos, el inicio de las leyendas y mitos absurdos.

Era también el comienzo de lo que ahora se conocía como una civilización moderna y avanzada.

Los sentimientos entre la mayoría de demonios y Herón eran mutuos. Se odiaban y se aborrecían. Cada uno tenía su historia, un pasado relacionado y un único fin. Pero querer alcanzar la salvación, ser libre, diferenciaba a uno del resto.

Existía una gran diferencia entre los demonios, quizá no eran enemigos por naturaleza, pero el odio superaba los siglos, milenios y hasta la eternidad misma.

La mañana siguiente, Herón se arregló y se vistió como de costumbre. Quería tener más suerte que el día anterior en conocer aquel hombre de quien hablaba Adam, sabiendo que no se trataba de ningún demonio, sino de un humano con la marca del infierno.

Cuando Herón bajaba las escaleras del segundo nivel, su mejor amigo se despedía de su madre cerca de la puerta. La señora Ariadna vestía únicamente su ropa de dormir con una bata encima; su cabello, enmarañado y castaño claro, caía por sus hombros. La madre de Steven saludó a Herón con alegría, y este movió la cabeza en asentimiento e hizo un ademán con la mano para pedir el paso libre.

Dos horas más tarde, Herón y Steven se encontraban en el supermercado, sin hacer nada. Por las mañanas cada uno de los empleados se ocupaba de encender las máquinas o de acomodar algunas cosas que no se terminaban de hacer antes de cerrar la noche anterior; sin embargo, ese día nadie hacía nada y las puertas del supermercado permanecían cerradas.

—Escuché que el hijo menor de los Janssen dejó a toda su familia en la calle, incluyendo al jefe. —Escuchó Herón entre el cotilleo del lugar.

Los empleados estaban parados como estatuas justo detrás de las grandes persianas. En el lado contrario, yacían las computadoras sin encender; los carritos y las canastas de compras permanecían apiladas unas sobre otras.

—Solo espero recibir mi sueldo. —Era la preocupación de la mayoría.

Herón no opinó al respecto. No le importaba el dinero, no le las inquietudes habituales de los humanos. Si recibía su pago o no era lo de menos, solo ansiaba analizar a aquel hombre.

Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora