44. Compañía silenciosa

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El éxtasis la embriagaba, sucumbía ante la emoción que representaba estar ahí. Para ella, los humanos estaban lejos de ser inocentes, algunos eran ingenuos hasta cierto punto. Situada, atenta, en el segundo piso del edificio, observaba cómo las personas paseaban y disfrutaban.

La sonrisa que llevaba en el rostro captó la atención de más de una persona, el vestido largo, que combinaba con el color de sus cabellos, fue motivo de arrebato de aliento a los ojos de varones y de envidia en las mujeres.

Feliz, y siguiendo la costumbre que tenía desde pequeña, pasó los dedos de su mano entre su cabello, trayendo consigo un mechón por delante para juguetear.

—¡Qué señorita tan bonita! —Escuchó la exclamación de una voz aguda—. Parece un ángel.

—Camina, Elisam —apremió la mujer, a quién ella supuso que sería la madre del niño que le hizo el elogio y la comparación.

Quiso arrodillarse, acariciar el rostro delicado y regordete del infante, tal vez bendecirlo para una vida próspera, pero se vio limitada ante el temor que solían tener los humanos al verla de cerca.

Pensativa, fijó su vista en el humano que poseía la marca de un demonio en su alma, luego, a la persecución que hubo minutos más tarde. Soltó una risa divertida. Caminó despacio, posaba sus manos sobre los pasamanos de metal. Su andar era delicado, el movimiento de sus pies no se mostraba bajo la vestimenta larga de una pieza.

Su rostro era el de una mujer amable y bondadosa, decir que era hermosa no resultaba suficiente para describirla. Todos se daban cuenta de ello. Quienes la veían, se detenían para observarla mejor. Muchos creían que era una modelo, alguna celebridad extranjera que andaba de visita.

Bajó la escalera. Una señora le pisó el vestido sin darse cuenta, pero la prenda se escurrió como agua entre la suela del zapato y el piso compuesto por cerámico.

Cuando ella llegó al primer nivel, inició su nuevo recorrido hasta la mujer que se impulsaba hacia adelante en una silla de ruedas. Tan pronto estuvo cerca, tomó la silla a cada lado para ayudarla.

—Gracias —dijo la mujer, ofuscada al recibir el apoyo de una extraña que no vio hasta alzar la cabeza hacia atrás.

—¿Por qué el esfuerzo, mujer? —cuestionó ella—. ¿No se percata de que los muertos no pueden volver?

—No sé de qué me habla.

—A quién ha visto, no es más que la ilusión del pasado. Déjelo ir y él sabrá que su tiempo con los vivos terminó hace tiempo. ¿No haría eso más fácil?

—¿Quién eres? —preguntó.

—No soy nadie, tan solo la mitad de alguien.

—No comprendo.

La silla se detuvo justo debajo de la inclinación de las escaleras que daban al segundo nivel. La mujer caminó hacia adelante, se hincó frente a la muchacha sentada y la miró a los ojos.

—No ha pasado ni vio nada. Alex fue a seguir un pariente que necesitaba darle un mensaje importante, ¿verdad, mi querida Alicia?

La muchacha asintió sin pensarlo, cediendo ante el sonido de la voz.

—Siempre he sentido curiosidad por el embarazo, por los niños y por la necesidad de los hombres de convertirse en padres.

—Mi mamá me dice que ser madre es lo más lindo que podría pasarle a una mujer.

—El dolor del parto representa el pecado que se cometió en el pasado.

—¿Eh?

—Olvídelo, pensaba en voz alta. —Sonrió y ladeó la cabeza a un lado—. ¿Puedo? —Le señaló el vientre con la mano derecha.

Alicia tardó en comprender que la extraña quería acariciarle el bulto que apenas se notaba en su estómago.

—Sí —accedió.

El tacto que percibió fue demasiado cálido, incluso perceptible a través de la ropa que Alicia llevaba puesta.

—Gracias —respondió la mujer con devoción.

El agradecimiento fue tan desgarrador que a Alicia le daba la impresión de haber salvado una vida cuando solo le permitió que le tocara la panza.

«Extraño», pensó.

—No es nada. —Se limitó a decir. Alicia. Hasta ese momento, no se había permitido apreciar el color de esos ojos, raros y hermosos, de la mujer, que combinaban con su rostro delicado.

Estaba a punto de abrir la boca para emitir un comentario al respecto, pero la voz de Alex la sacó de sus pensamientos.

—Alicia —dijo, parecía apenado—, lamento dejarte sola.

—No hay pena, ¿lograste alcanzarlo?

Alex se llevó la mano hacia la nuca, lucía nervioso.

—Eh, sí —contestó al cabo de varios segundos de espera.

—¿Reparará el carro?

—¿Qué?

—¿No me dijiste que Rolando era un buen mecánico que jamás contesta el teléfono?

—Sí, pero... —Alex estaba confundido.

Alicia movió la cabeza de un lado a otro.

—Mira, ella me ayudó mientras ibas tras ese mecánico; pero no me ha dicho su nombre para presentártela.

Anonadado por la actitud extraña de Alicia, fijó su vista en la mujer que se mantenía en el piso, observando algo en el suelo.

—Pueden llamarme Selah —comentó.

Se levantó y ambos notaron que ella les ganaba en estatura, incluyendo a Alex que medía un metro con ochenta centímetros.

—Lo menos que podría hacer es decirles mi nombre. No podré compensar el daño que él ocasionó en sus vidas, pero ojalá puedan concederle perdón —musitó.

—¿A qué se refiere? —Quiso saber Alex.

La mujer, Selah, lo observó y le sonrió. Él notó que ella trataba de decirle algo; no podía leer el movimiento de sus labios ni escuchar su balbuceo, pero a su mente llegó un mensaje que le dejó la piel de gallina. Quedó tan descolocado como cuando vio a su hermano sentado en una banca.

«Sea cuidadoso, y procure no hacer nada imprudente».

El mensaje que se repitió en su cabeza como un pensamiento propio y, cuando quiso preguntar algo al respecto, tanto él como Alicia se percataron de que habían quedado solos; No había ningún rastro de la mujer que llevaba el cabello y el vestido blancos como la nieve y los ojos de un dorado brillante, similar al oro en su estado puro.


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Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora