23. Fascinación

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El pequeño Adam no recordaba las avenidas, las direcciones o el nombre de los lugares que recorría. Avanzaba sin rumbo, sin pasado y con apenas un nombre. Entre tanta caminata, llegó a albergar deseos maliciosos sobre el mundo, en especial sobre su propia existencia. Los mayores se limitaban a verlo con lástima o a preguntarle si se había perdido, mas no hacían nada para ayudarlo; y él tampoco respondía todas las cuestiones.

Sus pies se habían llenado de ampollas, grietas se formaron en sus brazos y en las mejillas de su rostro redondo; pequeños cardenales en su rostro comenzaban a ser muy llamativos. Adam tan solo se escondía o corría para evitar ser interrogado, pues él tampoco sabía qué le sucedía.

Desesperado y entristecido, miró hacia abajo para observar sus pies descalzos. Lloró en silencio, dejó que su corazón sollozara y terminara de disipar el dolor de su cuerpo, el martilleo de sus pensamientos y la desgracia que veía en su vida. Lloró por no hallar su pasado en ningún lado, lloró por no tener memoria, y maldijo al demonio que lo dejó desamparado como a un animal en mitad de la noche.

Se derrumbó en el suelo, abrazó sus piernas contra su pecho mientras pensaba sobre su valía. Se sentía muy poca cosa, sin valor alguno. Hasta los animales tenían hogares y un pasado, fuera doloroso o bien vivido. Pensó en su familia, ¿lo recordaban? ¿Qué excusa tenían para no buscarlo? ¿Qué había pasado? ¿Quiénes eran? ¿Quién era Adam?

Sensaciones extrañas lo invadían; unos días atrás se topó con una mujer que le resultó levemente familiar, ¿quién era? No tenía una respuesta a eso.

Pero esos pensamientos terminaron como espejismos que fueron opacándose en el paso de la semana, gracias a una mujer que le tendió la mano a un desconocido; demostrándole que necesitaba abrir su corazón para dejarse ayudar por otros.

Casi dos semanas había pasado desde aquel suceso: cinco días en la intemperie y nueve bajo un techo. La caridad de una joven ablandó el corazón del pequeño Adam, quien había terminado de convencerse que su destino era el de vagabundear en las calles. Durante algunos días, recorrió calles desconocidas de la ciudad de Grigor, siendo alguien infeliz y bajo la desconfianza de no recibir ayuda jamás.

El pequeño Adam no sabía cómo compensar tanta bondad. Ahora vivía en una casa, era cuidado por personas desconocidas y, por más que él deseara ayudar en algo, su cuerpo no se lo permitía. No contaba con tantas libertades como otros niños de su edad: no deseaba jugar, le parecía demasiado infantil, pero ¿acaso no era un niño también?

Su mente viajaba y consideraba varios aspectos de su vida, entre esos pensamientos estaba aquella mujer bondadosa, inmovilizada sobre una silla de ruedas, que lo acogió en la casa de su suegra. Había algo en ella que despertaba su especial atención, tenía la impresión de haberla conocido en alguna parte, pero no importaba cuánto indagara en sus recuerdos, siempre existía algo que le impedía averiguar su vida pasada. Esa vida que olvidó o que lo forzaron a olvidar. Y, sin importar cuánto viera a Alicia, solo hallaba fascinación en sus gestos.

Así también, su estado —postrado en una cama— no le ayudaba en absoluto. Quería ayudar a la chica en algo, quizás empujar la silla de rueda cuando ella necesitara trasladarse. Adam sentía que se moría a cada segundo, y no se refería únicamente a su cuerpo que se deterioraba, sino también a su alma. Él tenía la impresión de sumirse a un mundo desconocido, como si lo arrastraran de los pies a un abismo sin fondo.

No comía, no bebía ni dormía, tan solo revoloteaba sus ojos a los lados, abría la boca para pedirle disculpas a la joven que lo cuidaba día y de noche. Su cuerpo se pudría y emanaba un olor insoportable a cadáver. Nadie sabía qué sucedía, nadie respondía las cuestiones que se formulaban, los datos otorgados por internet y la investigación exhaustiva del dueño de la casa no servían. Ni siquiera el médico de la familia Foster lograba resolver la inquietud.

Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora