30. El peso de los pecados

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Un día cualquiera, Herón volvió a lamentarse y Adam lo observó con deleite.

No importaba cuántas cosas pudieran suceder o las intenciones de quienes aumentaban su agonía, dos cuestiones emergían desde los pensamientos más lúgubres de Herón: «¿Hasta cuándo?» y «¿Qué esperan de mí?».

La lucha constante que tenía entre la pasividad y la fiereza de su naturaleza comenzaba a ser invariable, la carga se volvía más pesada y el dolor, difícil de soportar. Habría cedido ante el mundo si no hubiese sido por los sueños alocados que lo atormentaban. Una persona del pasado y una del presente. Su querida y un humano.

Había hecho lo correcto en su momento, no existía arrepentimiento que le impidiera avanzar. Tan solo deseaba una oportunidad para hacer las cosas mejor. ¿Era mucho pedir?

—¿Hasta cuándo? —susurró.

Esa era la verdadera pregunta, probablemente. ¿Hasta cuándo debía soportar? ¿Hasta cuándo debía esperar? ¿Hasta cuándo planeaba contenerse? ¿Hasta cuándo...?

—¿Hasta cuándo? —volvió a musitar despacio.

No existía algo en el pasado que pudiera generarle la duda de haber hecho algo mal, pero, si Herón se obligara a seleccionar una sola cosa, él escogería y culparía, sin duda, a la compasión. Había sido demasiado compasivo como para darse cuenta de que se perdía a sí mismo a medida que ayudaba a los humanos. Debido a sus acciones en el pasado, ahora se agonizaba y sentía el dolor de la humanidad. Y el que se lamentara en ese momento era tan solo una muestra del control de los humanos sobre su propio sentir. No debería recordar siquiera lo que pasó hacía ya mucho tiempo, pero el peso de sus pecados se hacía cada vez más molesto: olvidar estaba prohibido, estaba destinado a lamentar y a sentir dolor.

Molesto consigo mismo, golpeó el suelo con las manos hechas puño.

—Los humanos no merecían mi compasión —dijo Herón—. Todos estaban podridos.

«Excepto él», pensó para sus adentros.

Sus hombros subían y bajaban, Adam solo observaba cerca de una de las ventanas de la habitación, con expresión divertida.

—¿Quién sufre las consecuencias? —cuestionó Herón a nadie en particular—. ¿Quién dio todo y no recibió nada?

Volvió a golpear el suelo con más fuerza que la anterior. Se lamentaba de lo que pudo haber hecho si hubiera sabido cómo acabaría todo. Otro golpe recibió la cerámica. Los músculos del cuerpo de Herón se tensaban, las venas de ambos brazos se marcaban y su cabello negro caía por su frente. De pronto, algo llamó su atención.

De pie, recargado contra el umbral, Steven lo miraba con los ojos abiertos. Herón no advirtió su llegada, no escuchó cuándo tocaron o cuándo se abrió la puerta; había estado tan absorto en sus lamentos que no sintió la presencia de su amigo.

—Her... —llamó el chico, indeciso. No sabía si seguir avanzando hasta donde se encontraba su amigo o no.

—¡No te acerques!

Steven retrocedió un paso.

—Me gustaría ayudarte.

—No lo necesito —gruñó el demonio.

Por supuesto que, y Herón lo sabía, Steven no lo escucharía. Se empeñaría en ayudar, en extenderle una mano. Steven era así, compasivo. Herón mordió su labio inferior, molesto. ¿Por qué era así? ¿Por qué era bueno con él?

—No tienes por qué sufrir solo, Her, puedes confiar en mí —comenzó a decir—. Sé que no quieres ir con el médico, pero puedes decirme qué te sucede y yo veré qué hago para ayudarte. —Steven soltó una leve carcajada nerviosa y rascó su nuca con la punta de sus dedos.

Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora