11. Leyendas y tratos

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En el oeste de la ciudad todos sabían sobre la existencia de una supuesta casa oculta en la profundidad del bosque, una construcción que desaparecía y que se volvía visible para ciertas personas. Tan grandioso y tétrico resultaba el sitio para muchos que fue el punto principal de viejas leyendas.

Pero nadie podría imaginar que las infinidades de cosas que ahí se contaban tan solo eran advertencias disfrazadas de viejos mitos y costumbres arraigadas a un estilo de vida.

«Monstruo con forma humana» decía el hombre en pensamientos.

Él sabía algo. Mark McShane era de los pocos que conocían el terrible secreto que guardaba la ciudad y la relación latente entre la leyenda y la realidad, los cantos ingenuos y lo retorcido. Por eso había acudido en busca de quien creía era el culpable de sus desgracias y riquezas. Era dueño de una cadena de restaurantes y pertenecía a una de las familias más adineradas en toda la ciudad. Y, sin importar cuán grande era su fortuna, existía algo que no podía comprar ni olvidar: libertad. Desligarse del secreto que por generaciones había estado pesando sobre su familia era costoso, por no decir imposible.

De no ser por esas tradiciones y esas creencias absurdas, podría Mark McShane haber tomado una decisión diferente; si no hubiera tomado en serio las palabras de su abuelo, jamás habría sentido curiosidad de la verdadera naturaleza de la ciudad. Pero ahí estaba, desesperado y decaído, le habían arrebatado su orgullo como padre. Ahora, perder sus bienes no figuraba mayor mal a comparación de lo que había sucedido.

Movido por el dolor y por la desesperanza, lo que creyó posible en un principio ahora le parecía tan inalcanzable. Dudas abrumaban su cabeza, obstaculizando sus pensamientos más razonables. No tenía idea de lo que se avecinaba o de lo que estaba a punto de hacer y, probablemente, su mayor motivación era el sentimiento de traición, de angustia.

Culpaba a sus abuelos y los abuelos de sus abuelos —a toda generación previa de su familia— por contar historias reales y verdaderas, por decir que el hombre que habitaba La Colina era real y que podía con facilidad cumplir cualquier tipo de deseo. Había creído en esas palabras, creía firmemente en su existencia y, a causa de eso, perdió a su único hijo.

Estaba dolido, devastado, con pocas fuerzas para pensar en lo que valía su propia vida cuando todo por lo que luchó y sacrificó había sucumbido en un parpadeo.

Por las calles que guiaban hacia el mirador, conocido también como La Colina, el susurro del viento parecía burlarse de su desgracia, casi podía interpretar el siseo de la noche o el zumbido de los insectos nocturnos como un acto despiadado para hacerle recordar que se encontraba en territorio enemigo. Por la luz delantera de su vehículo podía ver el polvo levantarse al andar en un sendero de terracería

Sabía cómo llegar, sabía las palabras a pronunciar para desvelar a aquel que podía esconderse entre las sombras, bajo la protección del bosque y de la noche.

Sabía más que nadie que, si seguía manejado por ese sendero estrecho a mitad de la noche, solo terminaría en algún punto sin llegar a encontrarlo realmente.

Él soltó un suspiro. Albergaba la esperanza de que todo estuviera bien, de que podría salir victorioso de ese encuentro. Se armó de valor para pronunciar su nombre de invocación, que salió como un grito ahogado, interrumpido. Instantes después, algo pareció abrirle camino en medio del bosque, casi como si todo se esclareciera ante sus ojos, como si fuera el auto lo que guiaba su mano sobre el volante. Y finalmente, una casa de tres niveles se logró ver gracias al brillo de la luna. El vehículo se detuvo.

Ahí, a tan solo unos pasos, la sombra de una persona empezó a manifestarse. Mark comenzó a pensar, desde que partió de su trabajo tras recibir la noticia de la repentina desaparición de su hijo, sobre qué hacer cuando tuviera al culpable frente a frente. Tan solo habían pasado horas desde el suceso y, de inmediato, había asumido quién era el responsable. Estaba seguro de ello. Su pequeño hijo había estado enfermo y su esposa había asegurado varias veces que su hijo parecía haber visto a un hombre en la habitación; él, por supuesto, pudo intuir lo que sucedía solo escuchando esas palabras. No hablaba en otro idioma, no existía secreto alguno que impidiera poder saber qué sucedía realmente. Le bastó con esa poca información para saber la verdadera naturaleza de la desaparición.

Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora