Encogí mis hombros sin mentir. No sabía siquiera como me sentía.

—¿Vamos al salón? – Propuso.

Asentí. Me puse a su lado y ambos fuimos hacia el salón, donde ya estaba todo recogido.

Un silencio incómodo entre mi novio ficticio y yo. Ambos nos sentamos en el sofá. Tan cerca uno del otro.

-Siento mucho haber sido un impertinente, Abbie. – Dijo. – Y siento más haber engañado a tus padres. Pero pensé que lo preferirías.

De nuevo una reacción de Stewart con la que no contaba. De nuevo una justificación. De nuevo un "No quiero que te vayas" camuflado.

—Yo también siento el haberte puesto en este apuro.

—Lo hice porque yo quise. – Añadió.

Miré hacia el suelo. Harry tenía razón. Él fue el que accedió a que esa cena se organizase en su casa.

—¿Nunca les has presentado un chico a tus padres? – Preguntó.

—No.

El chico sonrió despiadadamente. Le miré ceñuda.

—¿Qué diablos te pasa?

—Abbie, esto es una locura. Jamás he compartido con una chica tanto tiempo. Y, sin embargo, ahora estoy conociendo hasta a tus padres. Parecemos una pareja.

Le miré. Quizás la ilusión se reflejó en mis ojos. Y quizás la alegría también.

—Pero no lo somos. – Añadió.

Tragué saliva. De nuevo llenó mi ilusión y la vació en un milisegundo. Le odiaba. Por esa razón le odiaba.

Sus ojos permanecían clavados en los míos. Los míos, en los suyos. Sus manos jugueteaban entre ellas.

Y, en un segundo, vi como se abalanzaba ansiosamente a mí. En un segundo terminé casi tumbada en el sofá, y él casi encima de mí. Besándome.

Sus labios mantenían la brutalidad del otro día, y de nuevo esas escenas retumbaban en mi mente.

La imagen de Ryan se dibujaba en mi cabeza, sin opción de borrarla.

—H-Harry. – Hablé, mientras sus labios seguían sobre los míos.

El chico rápidamente se quitó de encima de mí y ambos recobramos las posturas previas.

—N-no puedo. No aún. – Balbuceé.

Stewart llevó sus manos a su pelo y, tras sacudirle, se lo peinó.

-Entiendo.

-Me encantaría complacerte.  – Añadí. – Pero necesito tiempo.

A Harry se le dibujó una pequeña sonrisa en su boca.

El chico se puso de pie y me tendió su mano. La palma blanca me incitó a cogerla. Me puse de pie, sin ponerme sobre los tacones, pues los había dejado en el suelo del salón.

Me dirigió hasta el pasillo cuadrado, donde estaban las cuatro puertas. Él se encargó de abrir la suya y ambos pasamos a la habitación. Detrás de mí, la cerró.

Me soltó la mano y acudió rápidamente a sentarse en el filo de su cama. Acudí con él a hacer lo mismo, pero sus manos en alto me lo prohibieron.

—No. – Dijo, tajante.

Fruncí el ceño sin saber bien por qué me negaba eso.

—Quítate el vestido.

Arrugué mi frente y mis ojos mostraron preocupación.

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