Cuarta Parte: EL SEÑOR DE LA LUZ - CAPÍTULO 141

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CAPÍTULO 141

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CAPÍTULO 141

—Vuelve a la cama— lo llamó Dana desde la enorme y confortable cama de Eltsen.

Lug apenas la escuchó, absorto como estaba mirando a través de la ventana. Al no recibir respuesta, Dana se envolvió en una frazada y caminó descalza por el suave piso alfombrado hasta él. Se asomó por su hombro izquierdo, tratando de ver lo que lo tenía tan ensimismado.

—¿Qué miras?— le preguntó suavemente al oído mientras apoyaba el mentón en su hombro.

Él alargó su mano y le acarició el cabello, dándole un suave beso en la frente.

—Las fogatas— respondió, sombrío.

Las fogatas de las piras funerarias para quemar a los muertos habían estado ardiendo ya por tres días. Lug se preguntó cuánto más durarían aquellos macabros fuegos en medio del campo de batalla que ardían sin parar día y noche, alimentados con cuerpos arrastrados por los soldados de los distintos pueblos.

Dana y Lug habían pasado la mayor parte de esos tres días encerrados en la habitación de Eltsen, disfrutando el estar al fin a solas, bebiendo cada uno de las caricias del otro. Ocasionalmente, recibían el reporte de algún mensajero de los puestos de vigilancia. Lug había ordenado a Nuada y su gente organizar a las personas por pueblos y enviarlos a casa, pues no había comida suficiente para mantenerlos a todos allí, y Lug temía que la necesidad y la hambruna provocaran brotes de violencia. Muchos que tenían parientes o amigos heridos que estaban siendo atendidos en las instalaciones sanitarias de la Cúpula y no podían viajar aun, pedían permanecer para poder acompañar a sus allegados convalecientes. Salvo raras excepciones, Nuada no había permitido que se quedaran más de dos personas por herido. La prioridad era despejar el lugar y mandar a casa a la mayor cantidad de gente posible para que retomaran sus vidas normales lo antes posible.

Pero Lug sabía que entre todo aquel mar de gente en movimiento, debía estar Math. Seguramente, no habría podido resistir el estar cerca para ver la destrucción que había planeado tan detalladamente. Destrucción que Lug había detenido. Lug sabía que Math no debía estar nada feliz con su intervención para coartar un plan tan largamente cultivado. Todos los esfuerzos de Math habían sido frustrados por Lug. No, no todos, las fogatas de las piras funerarias marcaban cierto grado de triunfo de su nefasto plan.

Calpar era de la opinión de que Math, con su plan fallido y su habilidad ampliada que le permitía controlar multitudes a la distancia, perdida, elegiría seguramente dos posibles cursos de acción: uno, buscar a Lug y matarlo (después de todo ya lo había intentado antes y ahora tenía más motivos) y el otro, huir lo antes posible antes de que alguien pudiera reconocerlo y lo matara. Nuada, preocupado por la seguridad de Lug, había apostado guardias de los Tuatha de Danann por todo el palacio. Solo en el pasillo fuera de la habitación de Eltsen, donde Lug y Dana disfrutaban de un merecido descanso, había cuarenta Tuatha de Danann armados y vigilantes. Tarma había elegido a esos cuarenta personalmente. En su mayoría, eran los Tuatha de Danann que ella había dejado para proteger a Eltsen. Tarma los había elegido especialmente porque conocían a Malcolm de vista y no dejarían que se acercara ni remotamente a la puerta de la habitación donde estaba Lug. Calpar y Lug habían advertido a los guardias que no debían dejar que Math los tocara bajo ninguna circunstancia o estarían a su merced.

Pero Lug sabía que Math era demasiado inteligente para arriesgarse a entrar en el palacio para intentar matarlo. Lug no caería otra vez en la misma trampa, y además, la Perla de la Vida ya no funcionaba, así que Math se encontraría a merced de la habilidad de Lug, una habilidad que había probado sobradamente ser poderosa más allá de lo imaginable. No, Math no sería tan tonto como para enfrentarlo en este momento. Sin duda, huiría para ganar tiempo, para urdir otro plan, para tomar a Lug por sorpresa en algún momento futuro cuando estuviera con la guardia baja. Lug no estaba dispuesto a permitir eso. Por eso había ordenado que todos los que salieran de Faberland deberían pasar por uno de los numerosos puestos de vigilancia que rodeaban el campo. Si alguien intentaba escapar sin presentarse a los puestos, se ganaría una flecha atravesándole el corazón. Diversos mensajeros recorrían los puestos y llevaban luego reportes a Lug. Hasta ahora, nadie había visto a Math por ninguna parte.

—Parece que siempre estamos en medio de una guerra nosotros dos— dijo Dana, envolviendo con parte de su frazada a Lug para calentarlo y apretar su cuerpo desnudo al de él.

Él le hizo cosquillas en la espalda.

—Es nuestro destino— dijo él—. Pero no me importa dónde estemos, siempre y cuando estemos juntos.

—Nunca más pienso separarme de ti— le respondió ella, dándole un dulce beso en la mejilla—. ¿Recuerdas nuestro trato?

—¿Qué trato?— preguntó él, intrigado.

—Cuando estábamos al norte de las sierras de Rijovik, camino a Polaros, aquella noche que me salvaste de morir ahogada en la cueva e hicimos el amor por primera vez...— comenzó ella.

Lug sonrió ante el recuerdo. ¿Cómo olvidar aquella primera vez del contacto con su piel, de sus besos, de su pasión, de su entrega a tan exquisito acto de amor bajo las estrellas?

—Esa noche hicimos un trato— continuó ella.

—Cuando todo esto termine, podríamos volver al bosque de los Sueños, construir una cabaña, vivir en paz entre los árboles— dijo Lug, recordando sus palabras.

Ella asintió.

—Espero que ese trato siga en pie.

—Nunca rompo un trato— dijo él, sonriendo. Y olvidando las fogatas y el campo sembrado de muerte y destrucción, Lug apretó su cuerpo desnudo contra el de ella y la besó largamente en los labios.

El sonido de alguien golpeando la puerta hizo que Lug despegara sus labios bruscamente de los de Dana. Dana suspiró frustrada, se preguntaba cuando tendrían un momento de paz sin ser interrumpidos por aquellos mensajeros que solo venían a reportar que no habían visto a Math hasta el momento.

Lug se desembarazó de la frazada con la que Dana lo había envuelto y corrió hasta una silla donde estaba su ropa. Rápidamente, se puso un pantalón y fue a abrir la puerta, mientras Dana volvía a la cama. No era un mensajero. Era Tarma. Lug leyó en su rostro que traía una noticia importante. Antes de que Lug tuviera tiempo de saludarla y preguntarle sobre el motivo de su presencia, ella le soltó de pronto:

—Lo vieron. Iba hacia el oeste.

Lug no necesitó preguntar a quién habían visto.

—¿Solo?

—Con dos sacerdotes.

—¿Solo dos?

Tarma asintió.

—Los guardias lo dejaron pasar sin intentar detenerlo, tal como ordenaste.

Lug asintió.

—Dame un minuto para vestirme— le pidió él.

Dana, que había escuchado la conversación, ya estaba poniéndose su vestido negro. Tarma la ayudó con el corsé de cuero, y le alcanzó las botas y el puñal. Lug terminó de ponerse la camisa y la túnica, y se ajustó el tahalí con su espada. Dana y Tarma lo ayudaron con la capa plateada.

—Vamos— dijo Lug.

—¿Cuántos guerreros quieres que nos acompañen?— le preguntó Tarma.

—Ninguno— respondió él—. Iré tras él solo.

—Ni lo sueñes— le respondió Dana—. Yo voy contigo.

—Y yo también— dijo Tarma.

Lug suspiró. No tenía tiempo de ponerse a discutir con las dos mujeres más obstinadas del Círculo. Cedió.

—¿No deberíamos avisarle a Eltsen?— sugirió Dana.

—No— dijo Tarma, rotunda—. Eltsen querrá ir con nosotros y no pienso dejar que ese maldito se acerque a mi marido. Lo mataré antes de que siquiera pueda tener a Eltsen a la vista— agregó con los dientes apretados.

Los tres salieron como tromba de la habitación.Los cuarenta Tuatha de Danann se aprestaron a escoltarlos, pero Tarma les hizo una seña con la mano y los guerreros se quedaron quietos en sus puestos.    

LA PROFECÍA ROTA - Libro III de la SAGA DE LUGWhere stories live. Discover now