Tercera Parte: EL SUJETADOR DE DEMONIOS - CAPÍTULO 106

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CAPÍTULO 106

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CAPÍTULO 106

Lug tomó unas sogas que podrían ayudarlo en la ascensión y comenzó a caminar hacia la empinada pared de la barranca. Arrojó la cuerda con una piedra atada a la punta y logró engancharla en lo que parecía ser una retorcida raíz. Tiró de ella y le pareció bastante firme, así que comenzó a subir.

Gracias a diversas salientes y huecos que sus pies iban encontrando, pudo sostenerse bastante bien y seguir subiendo. Cada tanto, se detenía un momento a descansar con el rostro junto a la tierra de la barranca. Escaló unos metros más, y cuando se detuvo a enjugarse la frente, vio que la palma de su mano sangraba profusamente a causa de la fricción de la soga. Siguió subiendo. Cuando se encontraba a unos tres metros de la raíz que le servía de asidero para la soga, escuchó el fatal crac. El vegetal, seguramente podrido como todo en aquella isla desde la llegada del maldito, había terminado por quebrarse. La soga cayó inesperadamente, junto con un pedazo de raíz y cientos de fragmentos de tierra, de los cuales algunos entraron a sus ojos. Reaccionó al instante, y a manotazos, logró asirse a otra raíz después de unos dos metros de caída. Con el corazón desbocado y la respiración agitada, Lug miró hacia abajo. Le dolían los brazos y las manos le sangraban, pero al ver que le esperaba una caída de más de cien metros si se soltaba, se asió con más fuerza a la raíz. La soga le había sido útil al principio, pero era hora de abandonarla. Lug siguió la ascensión con las manos desnudas, ignorando la sangre mezclada con tierra que le hacía más difícil agarrar las raíces sin que se le resbalaran de los dedos.

La cima estaba muy cerca, cuando descubrió con preocupación que el último trecho era cóncavo, y por lo tanto, imposible de superar a menos que fuese una mosca y pudiera caminar cabeza abajo. Lug consideró moverse hacia el costado hasta encontrar algún sitio que le permitiera continuar la ascensión, pero era imposible, demasiado arriesgado. Al mirar hacia abajo, el vértigo casi lo descontroló, nunca en su vida había pretendido ser alpinista. Cerró los ojos un momento hasta que se calmó, y luego volvió sus pensamientos hacia el problema que lo tenía atascado.

Sostenido precariamente de una raíz, Lug desenvainó su espada con cuidado. La tierra de la barranca parecía ser bastante floja, quizá pudiera socavar un buen pedazo y convertir aquella maldita saliente en una superficie más escalable. El peligro era que todo el pedazo se le viniera encima de golpe y lo arrancara de la raíz de dónde estaba desesperadamente asido, para arrojarlo al fondo de la barranca. Sin embargo, como no se le ocurría ninguna idea mejor, comenzó el trabajo lenta y pacientemente.

Habían pasado solo unos minutos, cuando escuchó un tronar grave que comenzó a sacudir la tierra, para ir acrecentándose lentamente hasta que sus entrañas comenzaron a vibrar sin control junto con la tierra de la barranca. Trató de aferrarse lo mejor que pudo. El terremoto enviado por Wonur, si bien casi lo arroja al vacío, fue de alguna manera, una ayuda, puesto que terminó de desprender la saliente (trabajo que con la espada le hubiera llevado horas), y a pesar de la profusa lluvia de cascotes y tierra molida que penetró en sus ojos, boca y vías respiratorias, sus brazos soportaron el peso de su cuerpo y afortunadamente no cayó.

Luego del temblor, con el corazón palpitante y la respiración entrecortada, esperó un momento y después escaló el último tramo. Al llegar finalmente arriba, se dejó caer en el suelo, exhausto, cerrando los ojos un momento para descansar.

Al abrir los ojos, vio otra vez los destellos, pero esta vez eran rojos en vez de violetas.

—Veamos cómo el Señor de la Luz maneja la luz— dijo Wonur.

Lug sacudió la cabeza, tratando de aclarar sus ideas, tratando de comprender las palabras de Wonur. Los destellos rojos formaron cuatro líneas de luz intensa, que de forma vertical, bajaron hasta tocar el suelo. El olor a quemado fue lo primero que Lug sintió. Tardó unos momentos en comprender: las luces avanzaban hacia él, rodeándolo, y en su avance quemaban todo a su paso. Su primer instinto fue moverse, tratar de evitar las luces, pero enseguida, las luces cambiaron rumbo y avanzaron hacia él nuevamente y con más velocidad. Lug retrocedió con la espada en alto, pero pronto se encontró con la barranca a sus espaldas y no pudo retirarse más. Luz. ¿Qué podía hacer contra la luz? La mente de Lug trabajaba a toda velocidad. Sabía que la espada no podría ayudarlo, sabía que su habilidad no podría ayudarlo.

—¡Wonur!— gritó, pero no hubo respuesta—. ¡Wonur! ¡Hablemos!— gritó otra vez Lug, tratando de ganar tiempo, pero Wonur no se dignó a contestar.

Las luces se acercaban inexorables. Lug sabía que tenía meros segundos antes de morir calcinado, consumido hasta los huesos por aquellos destellos mortales. Tragó saliva desesperado, paseando la mirada de un destello a otro, viendo como las luces se acercaban sin que él pudiera hacer nada para defenderse. Desahuciado y al borde del pánico, solo atinó a cerrar los ojos y a respirar hondo, a la espera de la muerte.

Su madre lo había planeado todo con lujo de detalles, su madre había tratado de darle todo lo necesario para que pudiera cumplir con su misión: su herencia. Debía usar su herencia. Pero, ¿cómo? ¿Cómo podía protegerse de aquellas luces asesinas? No había tiempo, no había tiempo... Y de pronto recordó algo, una frase, algo que había dicho la reina cuando estaban en la barca: La capa refleja la luz como si fuera un espejo.

En su último segundo de vida, con las luces mortales a centímetros de sus pies, Lug envainó la espada de un golpe, tomó los bordes de la capa de plata y se agachó, envolviéndose con ella por completo.

Cuando las luces tocaron la capa, se reflejaron en todas direcciones, incendiando árboles y arbustos a su paso. Debajo de la capa, con los ojos fuertemente cerrados, Lug escuchó las explosiones de troncos de árboles, el roce de grandes ramas cayendo a su alrededor, sintió una miríada de astillas de madera y tierra lloviendo sobre él, sintió el olor de la madera quemada, el calor del fuego cercano de los troncos ardientes; todo, mientras él permanecía inmóvil, acurrucado contra el suelo, protegido por la capa.    

LA PROFECÍA ROTA - Libro III de la SAGA DE LUGWhere stories live. Discover now